‘Un amor que destruye ciudades’, de Eileen Chang

amor ciudadesPor Ricardo Martínez Llorca

Un amor que destruye ciudades

Eileen Chang

Traducción de Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong

Libros del Asteroide

Barcelona, 2016

113 páginas

Enamorarse en la juventud, incluso en la juventud de los cincuenta años, supone no disponer de tiempo para plantearse el querer a la otra persona de verdad. Sobre esa base, Eileen Chang (Shangai, 1920 – Los Ángeles, 1995) construye un relato breve, con menos palabras de las que cuentan muchas obras de teatro, que Libros del Asteroide publica con su habitual cuidado en la traducción y edición, además de añadir otro relato más corto, Bloqueo, que también plantea una hipótesis del amor. Empezando por el final, Bloqueo nos coloca en el interior de un tranvía detenido por fuerzas mayores en el exterior. Dentro del ambiente de El Ángel exterminador que se genera, de la enunciación de gente de variado pelaje, arquetipos con una vuelta de tuerca, destacan un hombre y una mujer, ambos infelices. El primero a cuenta de su matrimonio que es como un entierro en vida. La segunda por la farsa que supone, a la hora de la verdad, eso que llamamos familia: los padres y los hermanos. En estas pocas páginas y creando una burbuja en el interior caótico del tranvía, Chang interpreta la misma música que Wong Kar Wai creó en la película Deseando amar: el verdadero amor es aquel en que no llegas a tocar a la otra persona.

Un amor que destruye ciudades, por su parte, se inicia con un terrible ambiente en el hogar de un hombre acomodado de principios del siglo XX, en Shangai. La relación entre las mujeres que componen la familia es tan incómoda como en otra película, La linterna roja, de Zang Yimou. Ahí se anula al individuo y se pretende sobrevivir, la única salida es el uniforme, hacer lo que todas las demás hacen, actuar, que no es ser. Una de las mujeres representa la esencia del individuo que siente, pues no es capaz de encontrar su lugar en el espacio del cosmos que habita. Algo que no es de extrañar, pues hay que ser muy poca

persona para sentirse cómodo en un mundo que falsea engalanando, en el que se promociona la competencia, en el que se intenta decidir por los demás, en el que las generaciones chocan por falta de aire y cada cual juega su partida de ajedrez con cualquier recurso a su alcance, excepto la inteligencia.

Hasta que aparece Don Juan. Es imposible no enamorarse del personaje masculino, atento, galante, cariñoso. Uno de esos seres que estamos deseando que nos ame. Pero ella quiere ser esposa, no amante. Y por lo tanto, por muy sincero que llegue a ser el enamoramiento de él, ella no puede dejar de sospechar que tal vez se trate de una burla. La historia, al final, trata sobre la imposibilidad de entenderse. Y para cuidar ese mensaje, Chang saca las sensaciones a flor de lenguaje. El que siente, vive. Pero ellos, como tantos otros amantes, se ven abocados a sobrevivir a una guerra que dará un giro de ciento ochenta grados a lo que estábamos leyendo. Una guerra desencadena todo con una brutalidad que no nos permite asimilar las sensaciones, reconocer las emociones y luego gestionar los sentimientos. Ni siquiera el amor es un valor absoluto en la guerra. Ojalá lo fuera, nos dice Eileen Chang.

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