Cheever y las poéticas de la desilusión (Un ensayo sobre John Cheever – Parte I)

Cheever

Por Raúl Andrés Cuello

En su ensayo Se necesita mucha historia para producir un poco de literatura (Mardulce Editora, 2016) Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) afirma que “el ensayo literario necesita y merece una defensa… y algo más”, ya que en palabras de la autora, “de un modo u otro el ensayo literario se conecta con la progresión consciente de la cultura, mientras que el estridente sucesor del ensayo – el artículo o la nota– es en todo momento un impulsor del Ahora, un negador de todo lo que requiera estudio o paciencia, o de lo que solía llamarse, sin prejuicios ambición.” Nosotros por nuestra parte podríamos continuar con las reflexiones de la magnífica Ozick, pero este trabajo busca tratar al vocero de las letras (sub)urbanas: John Cheever.

No queríamos escribir una simple nota sobre la vida de Cheever, sino más bien un opúsculo en 5 partes que respetase la idea de que se necesita mucha literatura para producir un poco de biografía, o mucha biografía para producir un poco de literatura. En todo caso y pensando mucho en usted, lector de sed voraz e inquieta, seleccionamos un fragmento de los Diarios de John Cheever (Emecé, 2007), para entrar en calor, dar un par de vueltas a la pista de atletismo, para luego zambullirnos a lo que podría considerarse el “ambiente” cheeveriano. Aquí va:

El señor Y. se oculta en el cuarto trasero y espía a su esposa por el ojo de la cerradura para asegurarse de que no le hecha DDT en la comida. El panorama que se ve por el ojo de la cerradura es amplio si uno puede moverse, pero él no puede. Ella entra y sale de la despensa, donde se guardan los venenos, pero no se ve si espolvorea la comida con paprika o con algo más mortífero. Pone la mesa y exclama: “A cenar”. Sale de la cocina y le da así la oportunidad de escapar, retirarse hasta la despensa y entrar en la cocina como si viniera de otra parte del bosque. “¡Qué bien huele!”, exclama él al olisquear la salsa. “¿Verdad que sí?”, dice ella. “Le he puesto un poco de orégano.” Su sonrisa es maligna, triunfal: “¿Qué hacías en el cuarto trasero?”, pregunta. “Nada”, dice él. Pero la victoria es de ella.” (p. 237).

En este breve fragmento, que da forma al relato El océano (The New Yorker, 1964), se pueden visualizar las “fobias paranoicas” (como resalta Rodrigo Fresán, el portavoz de Cheever en Hispanoamérica) que caracterizaron al escritor, pero también parte de sus intenciones artísticas formales en lo que él quizás considerara como literatura. Es que a John William Cheever (1912-1982) siempre le pareció pertinente retratar las dualidades de la naturaleza humana; a veces dramatizadas como la disparidad entre el carácter social decoroso de sus personajes, y la corrupción que los carcomía por dentro. En ocasiones esta dualidad era encarada bajo un conflicto entre dos personajes (usualmente hermanos) que representaban los aspectos sobresalientes del conjunto “luz y oscuridad”, “lo carnal y lo espiritual”, etc. Muchos de sus trabajos representan también la nostalgia por un estilo de vida que poco a poco fue desapareciendo (como es evocada en el mítico Saint Botolphs, pueblo en el que transcurren las novelas de los Wapshot), caracterizado por la permanencia de las tradiciones y un profundo sentido de la comunidad, opuestos al nomadismo alienante de los suburbios modernos.

Al recorrer sus Diarios y sus biografías (en especial la de Bailey) se va desplegando la amargura y el derrumbamiento de un autor atribulado, que ve en lo cotidiano el colapso y la degeneración de su personalidad, la corrupción de los valores familiares, el encono de su familia hacia él (y viceversa) y su progresivo acercamiento a la homosexualidad. Paralelamente a esto, se encuentran fragmentos de una felicidad inusitada, como la de un invitado casual a una fiesta por los Campos Elíseos, un hombre que aboga por su matrimonio y sus hijos, que acaricia y reflexiona con y para y por su perra, que encuentra el esplendor en los libros de Nabokov, de Bellow, de Roth, de Hemingway, Katherine Anne Porter e inclusive de su amigo/compañero/competidor y envidiado Updike.

Continuando con su prosa Blake Bailey, el biógrafo de Cheever que ha llegado más lejos y que compiló la obra completa y definitiva del escritor en dos tomos para The Library of America (2009), menciona que existen períodos muy marcados en la prosa de este Ovidio de Ossining. En palabras de Bailey, “Cheever atravesó primero una fase del tipo Hemingway, luego otra del tipo Chejov, hasta llegar a convertir su estilo en uno más maduro, un Cheever sui generis que alcanza su mayor virtuosismo en las décadas de los cincuenta y sesenta”. Haciendo ahora referencia a la mirada que tenía de sí y de cómo manejaba su Weltanschauung llegó a afirmar:

No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio”.

Cheever hizo de esta posición su fórmula de ataque en el plano literario y le permitió representar fielmente la decadencia de una era que antaño había sido ejemplar…

Haremos ahora una breve pausa con esta primera parte. En la próxima y en las sucesivas entregas seguiremos deconstruyendo a este poderoso narrador llamado John Cheever a través de su vida y su obra.

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