Mala hierba

Por José Vaccaro Ruiz.

Autor: José Luis Muñoz

Ediciones del Serbal

La Orilla Negra

mala-hierba-jose-luis-munozArkaham, una pequeña comunidad de la América profunda es el lugar escogido por José Luis Muñoz para esta novela ganadora del premio Ángel Guerra. Un villorrio cuyos habitantes sobreviven gracias a la cebada que venden a la cervecera Budweiser y que el autor, a modo de tarjera de presentación, introduce así en el primer capítulo: A la señora Berghoffer ne le gusta la tarta de cerezas, para definir Arkaham como un enclave rural donde todos se conocen y la vida discurre por cauces establecidos y sin sorpresas. En esas páginas iniciales el cura, el sheriff, el médico, comparten una cena cargada de lugares comunes donde todo es dejà vu, incluidos los tics y la mezquindad que siempre encierra lo convencional. Pero nada es lo que parece, bajo esas aguas plácidas y en apariencia quietas, hay un mar de fondo donde se mueve la envidia, la inquina de peor nivel, el rencor… y sobre todo el sexo, personificado en Sussy, fuente de tentación y deseo para los unos y de envidia y repudio para las otras. Sussy, sujeto paciente a veces, pocas, y en la mayoría de las ocasiones impulso proactivo de la historia. Un tema este del erotismo donde Muñoz, que cuenta entre sus galardones con La Sonrisa Vertical, se encuentra, literalmente hablando, cómodo y a gusto metiendo la nariz en la pecera.

A partir de esta pacata y en apariencia superficial presentación (probar la tarta de cerezas, criticar al vecino, servirse vino o endulzar el café), el autor descubre y abre una por una las jaulas que encierran a los protagonistas de “Mala Hierba” que, movidos por la presencia de un forastero recién llegado al poblado que actúa de detonante (la alargada sombra de la guerra de Vietnam hace acto de presencia), nos muestran su verdadero rostro en un crescendo que atrapa al lector al galope de una serie de acontecimientos donde va goteando, además de su profunda soledad, lo más bajo y oculto de cada uno. La literatura y el cine están llenos de personajes recién llegados que, al aportar con su presencia una luz o un impulso nuevo y distinto vienen a trastocar el precario e inestable equilibrio social que existía previamente. Recuerdo el impacto que me causó el personaje encarnado por William Holden en Picnic de Joshua Logan (por no hablar de Kim Novak). Es curioso que siempre es un personaje masculino el que, como un elefante en una cacharrería, viene a descomponer el encaje de bolillos de lo políticamente correcto que, antes de su aparición, parecía a prueba de bomba.

En sus novelas negras (por supuesto que “Mala Hierba” lo es), José Luis Muñoz es un experto en desmenuzar la oscuridad y el abismo humano que pueden albergar los escenarios y paisajes de postal technicolor más convencional, solo hay que recordar “Cazadores en la nieve” emplazada en el Valle de Arán de sus amores. Pero como ya he dicho, no solamente el paisaje físico, sino la idiosincrasia y el lado oscuro de la Fuerza que se oculta y late detrás de un párroco rural, la atenta y vigilante mirada de una octogenaria agazapada tras de unos visillos en busca de infidelidades o pecados, la foto fija de quien 25 años antes fuera Mis Arkaham, por no hablar de la frustración de aquel que solo encuentra consuelo en el whisky.

En el centro geométrico de la novela (página 119) Muñoz sitúa otra escena social, el reverso de la moneda de la inicial: La cena en el jardín de los Davis, con la música y la letra de In the ghetto de Elvis Presley como aviso para navegantes de en qué encrucijada está el lector y lo que le espera. Porque será a partir de ahí, abiertas las carnes, el motor y el alma de los protagonistas y desnudada su trastienda, cuando “Mala Hierba” levante su vuelo meyestático hacia un desenlace sin aliento ni reposo donde la muerte, no podía ser de otra forma, reclama su papel de personaje principal y su victimario. Una muerte capaz de liquidar cuentas, cumplimentar venganzas y eliminar contrincantes y competidores.

Como en toda novela que se precie no falta la sorpresa final, la última vuelta de tuerca que José Luis Muñoz aplica en lo que escribe, su clave de bóveda. En eso la literatura, y que me perdonen los animalistas, se parece al toreo: la suerte suprema no son las banderillas, la pica o la muleta, sino la estocada certera que poniendo punto final remata la faena y obliga a la orquesta de la plaza a tocar España Cañí. O en este caso sorpresa relativa, porque al cerrar el libro y recuperado el aliento, uno se da cuenta de que aquello que aparece en las últimas páginas de “Mala Hierba” no es ni más ni menos que una consecuencia lógica y, tal vez (digo tal vez), previsible, de la trama, su meandro más oscuro. Por supuesto ni se me ocurre explicarlo, soy capaz de hacer algunas cosas perversas, pero no la de llevar a cabo semejante maldad.

Quiero insistir en el medido y estructurado ritmo de la novela, uno de sus valores a destacar y que justifica la avidez que el lector pondrá en devorarla. Si se me permite la licencia de un símil musical, diría que es comparable al Bolero de Ravel, que comienza apenas con un susurro de unos pocos instrumentos de la orquesta (moderato assai) para acabar en una eclosión y una coda estruendosa de la que es imposible evadirse. Solo que en “Mala Hierba” las notas musicales y el ostinato del Bolero son la cadencia de las palabras y la fuerza que van cogiendo a medida que la narración avanza hasta llegar a su desenlace.

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