La casa de los rusos, de Robert Aickman

Por Pedro Pujante.

rusosSi bien es cierto que un halo de extrañeza recorre las páginas de los cuentos de esta antología, también habría que aclarar que algunos responden a la fisionomía del clásico cuento de fantasmas. Un hombre, por lo general escéptico, recorre un lugar desconocido para él. En ese lugar hay una casa y en la casa ocurre una visión sobrecogedora. En La tolvanera, por ejemplo, el fantasma es un hombre oscuro que viene acompañado de un remolino de viento misterioso. Quizá la víctima de un crimen siniestro, con un triángulo amoroso inquietante sin resolver. En Las manchas, igualmente, un amor fallecido hace su reaparición, enquistando el misterio en personajes y lectores. En ambos cuentos apreciamos una constante: la construcción de un fantasma con los rescoldos de un amor no consumado, de un modo subjetivo, en el que la psiquis de los personajes parece actuar como pantalla proyectora. Este procedimiento tiene un claro antecedente romántico, nos recuerda a Vera de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, aunque Aickman mantiene un registro idiomático neutro, lo que lo hace atemporal, moderno.Robert Aickman es un autor inglés poco traducido en España, quizá inédito si no fuese por la labor de rescate de clásicos ocultos que lleva desde hace tiempo desarrollando la editorial Atalanta. Nació, como Cortázar, como William Burroughs, en 1914, pero a diferencia de ambos dedicó su labor a la escritura de obras de misterio, de terror o, como a él mismo gustaba definir, ‘historias de lo extraño.

En La casa de los rusos, la irrupción de los espectros pretéritos ocurre de un modo más obvio. Un acontecimiento luctuoso del pasado parece haber impregnado unas viviendas y el testigo, como ocurre en algunos cuentos de Poe o Cortázar, es sorprendido por imágenes que regresan, la visión de fantasmas atrapados en un limbo intermedio.

Quizá uno de los cuentos que más se ajustaría a esa categorización de ‘lo extraño’ sea No más resistente que una flor. Aquí vuelve a aparecer el amor como tema complementario, pero esta vez, Aickman, con su estilo sosegado y casi notarial, nos hace ingresar en una atmósfera insólita y enrarecida, haciendo que casi sin darnos cuenta nos hallemos sumidos en un mundo inquietante, raro.

Aunque Aickman se toma su tiempo para hacernos partícipes de la atmósfera de la narración, finalmente cumple su cometido: conmocionarnos, o al menos conmovernos. No hay efectismo en su prosa, la tensión se acumula de un modo progresivo y quizá en términos generales podamos estar de acuerdo con Binyon, cuando afirmó que Aickman estaba más cerca de Kafka que del terror gótico.

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