Los libros de la isla desierta: La peste

Por Óscar Hernández Campano.

Albert Camus.

la-pesteLa ficción es aquel país donde poder soñar cualquier realidad, cualquier vivencia, cualquier posibilidad. Los libros de la isla desierta juegan a esa ficción, a imaginar qué libros nos llevaríamos a un lugar tan paradisíaco como aislado, qué pequeños tesoros nos acompañarían para el resto de nuestras vidas. Sin duda, La peste, de Albert Camus, sería uno de ellos.

Un libro sobre el alma humana, una poderosa historia de amor(es), un tratado filosófico sobre la libertad, sobre el poder, sobre el egoísmo, el altruismo y sobre la amistad. La peste es eso y mucho más.

Orán, Argelia, mitad de la década de los años cuarenta. Una ciudad populosa, cálida, mediterránea, bulliciosa y alegre, donde sus ciudadanos hacen negocios con la metrópoli, donde el amor reina, donde la vida se vive con sosiego. De repente, las ratas empiezan a morir. Primero de forma aislada; después a montones. El doctor Rieux, héroe o antihéroe de esta historia, sospecha que algo muy malo se cierne sobre la despreocupada metrópoli cuando los primeros enfermos presentan los síntomas clásicos de la peste. Nadie quiere admitir tal posibilidad. Las autoridades de la Prefectura tratan de mantener la calma. Sin embargo, las muertes se multiplican y queda poco lugar para la duda. Rieux exige actuar. Hay que enfrentarse a la peste con determinación o ella exterminará la ciudad. Por fin se toman medidas. Se cierran las puertas de Orán. Se pone a su población en cuarentena. Nadie puede entrar ni salir. Las familias quedan separadas; los amantes, lejos unos de otros. Quienes están en el interior de la ciudad, solos, frente a la epidemia que crece y se alimenta con decenas de cadáveres cada día. El doctor Rieux encabeza un grupo de personajes que deben enfrentarse a la peste, que deben luchar por sobrevivir.

Pero La peste no es sólo una novela claustrofóbica, de supervivencia, una epopeya de los ciudadanos de Orán ante un brote de peste que arrasa con todo y con todos. No. Albert Camus escribió un poderoso relato filosófico, ético y por qué no decirlo, romántico. La peste iguala a los ciudadanos, el cuerpo cívico se hace uno y se enfrenta a su enemigo. La solidaridad entre clases sociales, entre grupos, entre residentes y extranjeros se analiza, se estudia con reflexiones del narrador o de los diferentes protagonistas que ponen la piel de gallina. El amor es el gran protagonista. El que se siente en la distancia, el que se tiene por un hijo, el que se desarrolla por un amigo, el que se vive en una circunstancia excepcional. Camus se pregunta qué es ese amor, cómo se vive, cómo sobrevive al tiempo, a la separación, a la enfermedad o a la muerte. La religión (católica) está también presente. Cómo se afronta una plaga tan letal como silenciosa sin o con fe. Cómo puede interpretarse una epidemia irracional que parece no poder ser detenida. Y también se analiza el poder, el control social. Un Gobierno invisible que primero oculta la magnitud de los hechos y después toma medidas drásticas que suponen el recorte de derechos y libertades en pos de la salvaguarda de la comunidad. Aunque hay quien pretende burlar esas normas. Y también quien hará negocio con la desesperación, con el dolor y con el miedo. Este, el miedo, también protagoniza el relato. El miedo a la muerte es obvio. Pero hay otros miedos: a la distancia, al desamor y sobre todo, al olvido. El olvido de la persona amada, de la vida tranquila, de la existencia despreocupada.

La peste es una obra que se ha ubicado en la corriente existencialista pese a que su autor le negó dicha catalogación. Es una novela que se ha interpretado en clave de denuncia a lo absurdo de la guerra (recién concluida), se ha visto como un homenaje a la Orán devastada por el cólera (a mediados del siglo XIX), y cualquier interpretación se ajusta a la obra porque es una novela-cebolla. Está llena de capas de lectura, repleta de símiles y colmada de frases que podrían dar pie a toda una tesis doctoral.

Una novela, en definitiva, que hay que releer, que hay que meditar, que requiere tiempo y reflexión. Por eso nos la llevamos a la isla desierta, para disfrutar de ella de nuevo mientras observamos el horizonte en una paz frágil, acechados sin saberlo por los males que personifica la peste.

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