El hipnótico talento de Verónica Ronda en un gran trabajo en equipo al grito de «Danzad malditos»

Por Horacio Otheguy Riveira

Una experiencia sensorial con cuerpos duramente entrenados para sobrevivir bailando en busca de dinero. La actriz-cantante Verónica Ronda impone un estilo que trastorna, ensueña, conmueve, y acaba divirtiendo en una sorprendente voltereta final. A su lado, un equipo de 13 intérpretes entregados a un juego vertiginoso en busca de un único premio que lo decide un espectador escogido al azar.

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Todos llegan dando vueltas y más vueltas casi desnudos. Personas altas y bajas, gruesas y delgadas: seres humanos surgidos de tinieblas cuyas vueltas y más vueltas se detienen en busca de su propia respiración, sus propios latidos en un mar de arena, de tierra, de barro… donde un conductor cínico e implacable les hará danzar como animales de feria.

Gente corriente con la que resulta imposible no identificarse. Aunque se abra camino en la gran depresión de los años 30, en el tan mentado Crash del 29 de Estados Unidos, rápidamente combinan a la perfección con una metáfora contemporánea de la miseria, la explotación y el afán de supervivencia.

Si al principio son como sonámbulos en la noche, poco a poco se han de transformar como prisioneros en libertad, monstruos en busca de una nueva identidad… para volver a caer cautivos del ritmo desenfrenado, del frenesí enfermizo de este concurso bajo la orden de un Danzad malditos, sin coma, pues la orden implica que desde el mismo punto de partida malditos todos están… excepto quienes ganen la faena definitiva, el baile absoluto y mágico, triunfadores gracias a un jurado que surge del público, que decide cada noche, y para festejar su alegría de extraordinario empuje para la sangre que corre por sus venas, la pareja triunfadora se despide de escena en una última carrera de excepcional belleza y conmovedor dramatismo…

Entre todos forman una masa cargada de leve individualismo, sin aliento para tener demasiada vida propia, y en medio hay una mujer que simboliza una gran madre torturada, que sufre por todos sus hijos, que también ha de transformarse de la nada —o del monstruo que podría ser— para deambular entre los concursantes: ella sufre por todos, ella alienta, desespera… y canta arias de ópera en otros idiomas, sólo interrumpida por voces reconocidas de  cierto cancionero popular… Ella, fantasma y hembra otrora poderosa, circulando por una impotencia grave con raíces inconfundibles, sensual o sufriente, interpreta  sus temas con un bagaje de recursos oscilante en registros diversos, siempre con una voz hipnótica que da a todo el espectáculo un cariz de vibrante poesía. Verónica Ronda es la responsable de este único gran personaje de la función que nunca se explica, hasta dar con una transformación final brillante.

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Del grupo de actores que danza en busca del triunfo final, a sabiendas de que sólo dos podrán conseguirlo, todos tienen momentos de ser ellos mismos y personajes a su vez, pero destaca la entrega total a un trabajo de equipo físico agotador, profundamente desinhibido, pues reclama de todos ellos la desnudez de sus cuerpos y de tensiones psíquicas, mezclados y dolientes en un contacto físico permanente con sus compañeros.

Sólo Rulo Pardo tiene un personaje de fuera de la turba maldita, porque precisamente es el maldito responsable, el maldito mayor de este reino de barro y amargura… excepto para dos que podrán ser libres en la espesura de los días: amantes graciosos en busca de luz con un poco de dinero. El actor mantiene en vilo a participantes y espectadores con una interpretación muy difícil para su trayectoria de divertidísimo histrión: aquí no sólo es un perverso sin mácula, sino que además está encerrado en una sobriedad tan fría que seguramente ha de hacer grandes esfuerzos por mantenerla en pie, tal cual exige el guión.

Un guión por otra parte que juega fundamentalmente la baza de la expresión corporal muy por encima del escaso texto que se dice, todo él muy básico y elemental, depositando en la gestualidad de los intérpretes las emociones que de verdad cuentan.

Es un espectáculo sensorial cuyo barro parece salpicar al espectador, lo mismo que el sudor y la desesperación o el humor repentino de sus integrantes. Todo en medio, dentro y alrededor de una escenografía de Alessio Meloni que, con elementos abstractos combinados con otros muy realistas, da en el clavo, golpea fuerte: deterioro, miseria, el color indefinido de paredes sucias y agrietadas de una sociedad en descomposición en la que danzan los malditos.

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Es importante asistir a este Danzad malditos sin prejuicios, dejando de lado las referencias de una notable película (en la que se basa libremente), Danzad, danzad, malditos, de 1969, a su vez basada en una gran novela de Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos?, publicada en 1935, cuando en Estados Unidos existían estas maratones con público, una experiencia de novela negra que sigue causando sensación en muchos idiomas, entre otros motivos por la precisión con que expone unos hechos vividos y a la vez observados por un escritor y periodista, guionista infatigable de cine, en busca de su propio destino, fallecido prematuramente a la edad de 57 años tras un síncope cardíaco.

Este Danzad malditos se estrenó en diciembre 2015 en Matadero, y ahora vuelve en una esperada reposición. He aquí un trailer del pasado año:

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Versión: Félix Estaire

Dirección y coreografía: Alberto Velasco

Ayudante de dirección: Luis Ulzurrún

Intérpretes: Guillermo Barrientos, Carmen del Conde, Karmen Garay, José Luis Ferrer, Rubén Frías, Ignacio Mateos, Nuria López, Sara Parbole, Txabi Pérez, Rulo Pardo, Sam Slade, Ana Telenti, Verónica Ronda, Alberto Frías

 Escenografía: Alessio Meloni

Vestuario: Sara Sánchez de la Morena

Iluminación: David Picazo

Música original: Mariano Marín

Naves del Español. Matadero. Sala Max Aub.

Del 21 de diciembre 2016 al 15 de enero 2017

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