'El abuelo', de Alksandr Chudakov

Por Ricardo Martínez Llorca
El abuelo
Aleksandr Chudakov
Traducción de Yulia Dobrobolskaya y José María Muñoz Rovira
Automática
Madrid, 2016
539 páginas
 

Muerto y enterrado en año 2016, uno lamenta que el entierro haya sido tan temprano. La costumbre mundanamente humana de hacer listas, ha precipitado a los suplementos y revistas culturales, hasta el punto de darlas por cerradas recién estrenado diciembre. No parece ninguna exageración decir que la mutilación es voluntaria. De hecho, es imposible razonar por qué se han olvidado de El abuelo en todas las esquelas. Cuando se nos remite a la gran literatura rusa, al mencionar esta obra, no se está exagerando en absoluto. Ahora bien, no es Tolstoi, porque la estructura cronológica aquí es arcilla en las manos de un extraordinario escritor, Aleksandr Chudakov (Schuchinsk, 1938 – Moscú, 2005), porque la continuidad se ve truncada. No es Chéjov, porque cada capítulo, que tiene entidad narrativa suficiente, no termina de ser un cuento cerrado, sino que es una pieza de un engranaje. No es Dostoievsky por carecer de la potencia, y de cierta impericia del autor de Crimen y castigo, la semilla de su estilo, que aquí se sustituye por el gusto del trabajo bien hecho. De hecho, a lo que más recuerda es a Varlam Shalamov y sus Relatos de Kolimá. ¿Por qué?

En primer lugar, por ser un proyecto que abarca todo un mundo. Lo que en Shalamov era espacio, la Siberia asesina, aquí es tiempo, los años de la República Soviética. Pero también es espacio, un lugar de la Siberia Kazaja que es una región de exilio. Lo que ocurre es que aquí los personajes no son presidiarios políticos o civiles, son presidiarios del azar, que es el dios que autorizó que nacieran en esa tierra. En segundo lugar, por la composición en mosaico. En tercero, por la apertura que supone cada uno de los capítulos, pues nos hace conscientes de estar asistiendo a una parte y un censo del mundo, limitado por una frontera. Y, por último, por la ingenuidad del narrador, o por su esperanza en ser un hombre libre. En este caso, en el abuelo, el narrador acompaña al nieto, que será quien unifique y dé consistencia al relato. El abuelo no es el tema del libro, es el eje. El abuelo es una figura fuera de lo común, el arquetipo del adulto que todos nos imaginamos que cuida de nosotros: una moral recia, una fuerza de superhombre, un pedagogo con talento y una biografía extraordinaria, que se trunca cuando, pasados los noventa años, le amputan una pierna.

Estamos frente a una obra costumbrista, sí, pero que nos lleva de viaje, pues ese costumbrismo hace innecesario desvirtuar la realidad. El arranque tiene lugar cuando el abuelo reúne a sus hijos para repartir la herencia. Pero para el narrador la herencia la recibió en vida: la generosidad, la voluntad, el amor por las raíces y el aprendizaje de eso tan complicado de manejar que es la nostalgia, corre por las venas del nieto. A su vez, asistimos a la evolución, lenta, lentísima hasta el último momento, de la vida rural en un lugar fuera del tiempo, es decir, fuera de la Historia. El aprendizaje impuesto de los paradigmas soviéticos o la repoblación con contingentes de rusos pobres, son parte de la necesidad de expresión de las raíces. Frente a ellos, está la vida auténtica, cierto síndrome de Peter Pan del nieto. Y una serie de personajes, que salen poco a poco, capítulo a capítulo, a los que calificaríamos de pintorescos si no es porque debería haber una palabra singular para referirse a ellos cuando no son imagen, cuando son narración. Lobos, bandidos, locos, analfabetos, ganaderos y gente de principios no desfilan, pues no pasan uno a uno por la obra; más bien, comparten escenario y, de vez en cuando, se ocultan tras las cortinas.

Todo ello compone un cuadro que observa desde la memoria el abuelo, cuyo relato reproduce, junto al del nieto, el narrador, que en ocasiones cede la palabra a la memoria del superviviente. Pues de supervivencia se trata, en una tierra de exilio en la que las comunidades que el gobierno soviético agrupa, a fuerza de complicar la dura vida de la gente del lugar, son impermeables. Pero siempre está el abuelo: “en el Tarzán de Weismuller había una preciosa idea nostálgica: la fuerza y agilidad del hijo de la naturaleza vencen a la técnica, los elefantes resultan más poderosos que las máquinas, y el hombre que habla a los animales en su lenguaje es invencible”. Y eso otro que sí es común a los grandes clásicos rusos, a Tolstoi, a Chejov, a Dostoievsky, ese valor a la baja, sustituido por el trasnochado postmodernismo que ya está de regreso sin haber partido nunca, y que se llama humanidad.

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