'La uruguaya', de Pedro Mairal

Por Ricardo Martínez Llorca

La uruguaya

Pedro Mairal

Libros del Asteroide
Barcelona, 2017
142 páginas
 

Solo a un escritor de talento se le ocurre que un personaje le diga a otro: “si no podés con la vida, probá con la vidita”. A la gente, incluidos los personajes en pleno error, como es la crisis de la mediana edad, hay que ponerla en su sitio. Uno se cree que se va a comer el mundo y para eso nada mejor que el viaje al espejo. La metáfora resulta de lo más oportuna: al otro lado del espejo estás viendo una farsa de lo que eres, pero una farsa modificada por el deseo. En el caso de esta novela, el otro lado del espejo es lo que se conoce como la vecina orilla, entre los habitantes de Argentina y Uruguay separados por el río de la Plata. El protagonista, cuarenta y cuatro años, regresa a la adolescencia y viaja a Uruguay para bautizarse en la crisis de la mediana edad. Ahí está el alcohol, los porros y las juergas, pero sobre todo ligar. Conoce a una joven uruguaya y obviando la vidita que tenía en Argentina, se lía la manta a la cabeza. Saca del banco todos sus ahorros para embarcarse en una aventura amorosa que enderezará su vidita, directo al cielo de la vida.

Al principio, todo sucede muy deprisa: el viaje, el paisaje, la gente. Se acumulan las descripciones. Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) demuestra su categoría literaria en descripciones a través de la selección, del enunciado consecutivo. Los elementos del inventario que reconoce el protagonista son sugerencias para activar la vida, y un dechado de virtudes sonoras en la prosa de Mairal. De hecho, cada frase se aprieta hasta conformar casi un aforismo. Pues en realidad estamos conociendo el mundo, o el mundito, a través de los ojos de un escritor en plena vorágine sexual. Le puede, y mucho, el deseo. Encuentra en Montevideo lugares comunes a Buenos Aires, pero sin el peso de su matrimonio ni de su paternidad. Hasta que el protagonista llega a la playa, La uruguaya es una novela barroca.

Pero en la playa surge la tentación y él la eleva a la máxima potencia. Es imposible que nadie le dé con la puerta en las narices, parece decirse, porque ya ha superado todas las barreras y ya conoce todo lo que es preciso conocer en la vida. Pero no sabe cómo dirigir su vidita. Sí que de nada sirve planificar el futuro si uno no tiene presente. Pero su conclusión cae en la torpeza de la codicia. Cree que su cartera y su labia son suficientes para mantener a flote una aventura, después de que su mujer le haya dejado por otra, sin saber siquiera si es lesbiana. Sea como sea, la crisis de la mediana edad, empujada por necesidad o porque a uno le quitan el suelo de debajo de los pies, pretende resetearse. Atrás quedará Borges, y por delante Onetti, a quien tanto debe Mairal. De ahí ese tono de flujo de conciencia aplicado a los hechos: como si las cosas sucedieran subjetivamente. Pero eso es irreal. De ser así, uno tendría potestad para dirigir las cosas hacia su deseo. La vida vendría por sí sola. Pero no, uno tiene que seguir en vilo pues lo único que es capaz de construir es una vidita. Y eso supone que los deseos son las antípodas de los sucesos. En el aire queda la cuestión de qué es la realidad.

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