El 6 de abril de 1922 hubiera sido un día como cualquier otro, si no fuera porque ese día tuvo lugar uno de los encuentros fundacionales del pensamiento del siglo XX. Cuando hablamos de combates entre pesos pesados de alguna disciplina generalmente pensamos en deportistas o polemistas populares en su tiempo, pero la pugna sobre la naturaleza y alcances del tiempo mismo fue la razón que atrajo a dos pesos pesados de principios de siglo, el filósofo Henri Bergson y el físico Albert Einstein.

El encuentro tuvo lugar durante una charla de Einstein en un prestigioso cenáculo filosófico de París. Su teoría de la relatividad general —misma que postula que el espacio y el tiempo se afectan mutuamente, y que la velocidad de la luz es capaz de modificar las condiciones de observación del tiempo en el observador— era discutida globalmente, tanto por fanáticos como por detractores. Por su parte, Bergson ya era una leyenda viviente: su trabajo abogaba por reencontrar el sentido a través de la intuición y la irracionalidad y sus ideas sobre el tiempo lo hacían mucho más interesante que a Einstein, al menos desde una perspectiva humanista.

El tiempo bergsoniano es la duración “humana” de las cosas — un tiempo “vitalista”, en el sentido de que marca la duración subjetiva de la vida, experimentado de modo distinto por diversos seres y en diferentes momentos, además de ser un tiempo que escapa del hechizo del reloj, que no se deja medir en términos exactos porque es el tiempo de la vida misma: el tiempo del aprendizaje, de la formación, de los saberes sociales, pero también los distintos tiempos de las emociones, el licuarse del tiempo cuando se hace algo placentero y su volverse monolítico y pesado cuando estamos sometidos a la espera.

Y mientras Bergson descreía de la infalibilidad de los relojes, Einstein replicaba diciendo que “no existe el tiempo de los filósofos”, y que todo lo que podíamos hacer con las herramientas con las que contábamos —la ciencia y el pensamiento racional— era expresar matemáticamente la mecánica del tiempo, y librarnos de una vez por todas de las supersticiones vitalistas y sus humores contagiados de metafísica.

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Todavía permanece como una cuestión de debate cuál de los dos titanes podría ser el vencedor de la contienda por el tiempo: Einstein recibió poco después el premio Nobel de Física, pero no por su teoría de la relatividad sino por su descripción del efecto fotoeléctrico, una contribución no menor que la otra pero que no despierta la imaginación del gran público de la misma forma que la idea de los viajes en el tiempo. Por otra parte, Bergson siguió siendo muy popular, aunque posteriormente las teorías sobre el tiempo del filósofo alemán Martin Heidegger se volvieran parte del discurso dominante. Una crónica detallada de los hechos puede encontrarse aquí.

En la ceremonia de recepción del Nobel el vocero del jurado dijo que, si bien la teoría de la relatividad del galardonado era sumamente atractiva, “no es secreto que el filósofo Bergson en París la ha disputado”. Por su parte, el discurso de Einstein no trató en absoluto sobre el efecto fotoeléctrico sino sobre la relatividad, aunque la mención del nombre de Bergson constituye en sí misma una elegante y discreta victoria sobre el tiempo de los filósofos contra el tiempo de los físicos: dos ideas de la duración y de la órbita de la vida humana, a bordo de relojes con manecillas o sin ellas.