Para los filósofos estoicos la ira, al igual que todas las otras pasiones, debe ser conocida para que pueda ser contenida y no destruya el deseo de hacer el bien y vivir una vida justa. De entre aquéllos Séneca escribió un tratado, llamado justamente De la ira, con el objetivo de ejemplificar mediante razonamientos y ejemplos prácticos el carácter del iracundo y todo el mal que produce a su alrededor ––especialmente contra sí mismo.

En su tratado Séneca introduce muchas definiciones de la ira, pues al tratarse no de una idea sino de un sentimiento (una pasión, en la terminología de los estoicos) se presenta de muchas formas. La ira puede ser, por ejemplo, provocada por la impotencia que le produce a la gente común observar las malas acciones de sus gobernantes, pues “los más débiles, en muchas ocasiones, contra los más poderosos se irritan y no anhelan un castigo que no esperan”, es decir, la ira está motivada por lo que en nuestros días llamaríamos impotencia, pues en muchos casos el ansia de castigo se torna en deseo de venganza, lo que alienta más aquel sentimiento.

Séneca problematiza la definición de ira de Aristóteles, quien afirmaba que ésta “es el deseo de devolver un sufrimiento”, pues los seres humanos no siempre somos conscientes del sufrimiento que causamos, ni somos buenos jueces cuando los agraviados somos nosotros mismos. A diferencia de los animales que se irritan y atacan a otros pero que acto seguido pueden comer o volver a sus ocupaciones normales, en los humanos la ira persiste, incluso mucho después de que la supuesta afrenta se cometiera.

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En el mismo sentido, aunque el filósofo cree que la ira es parte de la naturaleza de algunos temperamentos (lo que podría ser disputado por la psicología moderna), no le encuentra ninguna utilidad: cuando somos atacados, física o verbalmente, dice que podemos responder “airadamente” pero sin interiorizar el encono, es decir, buscando defendernos, pero no mostrar mediante un arranque de ira el tamaño de la ofensa. Esto es porque la búsqueda de la justicia, al menos desde esta perspectiva, no pasa por las emociones sino por los hechos y se puede buscar justicia a un crimen cometido contra nosotros lo mismo enojados que serenos: dejar que las pasiones nos rebasen y tomen control de nuestra mente no cambiará el pasado. En la misma sazón, mostrarse indignado hace poco por el afán de justicia, pues “tampoco debe pensarse que la ira confiere algo a la grandeza de espíritu; no es, en efecto, ella grandeza, sino hinchazón”.

Y bien, ahora que diagnosticamos la enfermedad, ¿cuál es el remedio propuesto por Séneca? En realidad son dos y muy sencillos: “que no caigamos en la cólera y que no delincamos durante el arrebato”. A partir de aquí, el autor escribe acerca de la educación de los niños y de cómo el carácter debe fortalecerse a través de límites desde muy pequeños, de modo que no crezcamos suponiendo que nuestras rabietas tienen el carácter de argumentos, y que el hecho de no obtener algo no nos enturbie el ánimo.

En realidad su recomendación final es una exposición de las consecuencias nocivas de la ira sobre quienes la sufren, pues al comenzar irritándose por lo que consideran agravios injustos terminarán enojados por cualquier pequeña nimiedad, olvidando que “lo que se reprende en otro, eso mismo cada uno lo encontrará en sí mismo”, de manera que “de aquí para allá el extravío te transportará, de acullá hacia otra parte y apareciendo ininterrumpidamente nuevos motivos se perpetuará tu rabia: ea, desgraciado, ¿y cuándo vas a querer? ¡Oh cuán precioso tiempo pierdes en una cosa vil!”.