La poeta estadunidense Sylvia Plath es conocida, entre un número cada vez mayor de lectores, por poemas colosales como “Daddy”, “Lady Lazarus”, o incluso el poema radiofónico “Tres mujeres”, una joya del dialogismo y la potencia imaginativa de la autora. Sin embargo, su atención al ritmo preciso de la imagen, a la agilidad de la estrofa y al dominio de los materiales emocionales con los que construye, son cualidades presentes también en poemas menos difundidos.
El poema que presentamos en esta ocasión, “Mushrooms”, se ha prestado a no pocas versiones en castellano, prueba de que existe algo elemental que irradia a partir de él. Según la estudiosa Elizabeth Hulverson, se trata del primer poema de Plath donde está presente un rasgo característico de su estilo (perfeccionado en Ariel), a saber, el encabalgamiento de las estrofas, lo que dota al poema de velocidad vertiginosa, que enfatiza el efecto de minuciosidad en la observación de la vida plural y fecunda de los hongos salvajes.
Plath fue una observadora inigualable del mundo natural, especialmente en sus vertientes vegetal y mineral. Los ritmos de lo inmóvil, su aparente permanencia, le permiten a Plath echar mano de esos ritmos para observar su propia circulación vital, que no teme pasar por las zonas oscuras ni quedarse en ellas para reportar lo que existe en lo invisible, como una épica discreta y apartada.
Fuera de los detalles autobiográficos más escandalosos (su tormentoso matrimonio con el también poeta Ted Hughes, su teatral y sobreanalizado suicidio), Sylvia Plath es una poeta a la que vale conocer y estimar por su maestría técnica e imaginativa, por su dominio para bajar a las profundidades y describir con acierto lo que medra en ellas.
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“Setas” – Sylvia Plath
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De la noche a la mañana, muy
pálida, discreta,
muy calladamente.
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Nuestros pies, nuestras narices
se afirman en el barro,
conquistan el aire.
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Nadie nos mira,
nos detiene, nos traiciona.
Los granitos nos abren paso.
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Suaves puños insisten
a cuestas sobre los alfileres,
sobre la mullida hojarasca,
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incluso en el pavimento.
Nuestros martillos, nuestros arietes,
sin orejas y sin ojos,
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perfectamente sin voz,
ensanchando las grietas,
los hombros por los huecos. Nos
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nutrimos de agua,
de migajas de sombra
con torpeza, pidiendo
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poco o nada.
¡Cuántos somos!
¡Cuántos somos!
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Somos alacenas, somos
mesas, somos mansos,
somos comestibles,
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invasivos y estorbosos
a nuestro pesar.
Nuestra estirpe abunda:
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Por la mañana habremos
heredado la tierra.
Ya tenemos un pie adentro.
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