FESTEN: tormento y liberación de una familia en versión de Magüi Mira

Por Horacio Otheguy Riveira

Festen exhibe la caída y destrucción de una familia regida por padres monstruosos, y el proceso le lleva a lograr la resurrección de sus víctimas primordiales y secundarias. Tras años de horror, abrazos que llevan a la esperanza. Un proceso muy angustioso, mimado de tal manera por la puesta en escena que entra en una deriva fantástica. Se llega a lo fantástico por la peculiar composición escénica que, partiendo de situaciones realistas, facilita la irrupción de poéticos enlaces, es decir: triunfo de la imaginación sobre los límites de una tragedia.

Magüi Mira dirige una pieza teatral basada en una película, ambas producidas en Dinamarca, un país mundialmente conocido por su superioridad en estructuras socioeconómicas y nivel cultural que, sin embargo, guarda en su seno una historia como esta de perversión en el seno de una familia rica y culta. Drama desgarrador donde se dan cita el abuso de poder patriarcal y una enfermiza pasión sexual hacia los niños de ambos sexos. Lo que podría ser un desbordado melodrama de insoportable visión se convierte en una obra maestra de enorme belleza que profundiza en vertientes shakespearianos, lo mismo que en tensiones de clara influencia de la ópera contemporánea o incluso del musical de Stephen Sondheim. Muchos estilos en manos de grandes intérpretes dentro de una asombrosa ilación de emociones.

Una hermosa mujer enfundada en largo vestido rojo, portadora de una beatífica sonrisa conquistada tras su muerte, nos conduce por los espinosos ribetes de una historia familiar sórdida, comandada por un sádico padre de familia, férreamente acompañado por su esposa. Padres de cuatro hijos, sólo viven tres porque Linda se suicidó dejando una nota: «Nuevamente papá me ha violado, pero esta vez en sueños». Un espíritu que no podía faltar en el festejo del 60 aniversario del señor de la casa, así que nos recibe cual bella durmiente, para luego deambular por entre los miembros de la familia, sin que ninguno la vea, aunque dejará que unos pocos la perciban.

 

En un entorno de gran belleza plástica y pleno dominio de recursos actorales, las pasiones consiguen expresarse en un recorrido que va del dolor que impide hablar a la condena pública desaforada, logrando un espectáculo sorprendente en el que múltiples detalles conciertan una sinfonía de revelaciones. La impoluta escenografía diseñada por la propia directora y Javier Ruiz de Alegría semeja una clínica quirúrgica en la que las bárbaras costumbres de los padres de familia se plantean a manera de unos Macbeth de nuestro tiempo, sin ambiciosos crímenes de sangre, pero atropellando a seres indefensos con la violencia de sus instintos desatados. Una guerra de bandos desiguales con niños a merced de la manipulación y el consecuente terror generado por su propio padre.

En ese contexto de aparente frialdad, la ropa negra que visten todos (Lorenzo Caprile) tiene el aire antiguo de lo clásico imperecedero que rodea el rojo-sangre del bello fantasma, el rojo de las bebidas y de la sopa sobre un fondo blanco. Cada matiz de color tiene arraigo sensual en la música compuesta por David San José que también circula por valses de otro tiempo, por tonalidades de ensueño como perfecto contraste con la crudeza del tema. Tantas son las sugerencias ambientales, que los trajes de los progenitores recuerdan elegantes encuentros de comienzos del siglo XX, o incluso de finales del XIX, como una Sissi Emperatriz descompuesta, con maquillaje corrido, símbolo del hipócrita fango de la aristocracia. Así sucede también con la música, con varias coreografías, y en especial en una dulce danza que se torna sadomasoquista, mientras la iluminación de José Manuel Guerra persigue a los personajes para subrayar lo evidente o revelar lo escondido hasta acabar envolviéndoles en un desnudo integral que les enfrenta a lo más radiante de sus tormentos: su impecable inocencia natural, una inocencia que nada ni nadie podrá destruir.

«No pensaban contarle nada a nadie. El miedo al castigo era demasiado grande. Y también el miedo a quedar señalados para siempre, que todos pensaran que ellos eran los únicos culpables. ¿Qué hicimos mal, qué otra cosa hubiéramos podido hacer? Puedes entenderlos hasta en los detalles más simples. Hay libros sobre este tema, el poder del victimario sobre la víctima. Los niños son muy fáciles de manipular. Cuando uno les arroja una pelota, ellos la atrapan. Pero todo se vuelve distinto cuando la luz se aparta de su interior y los roza la oscuridad».

Este texto pertenece a Sorry, una novela alemana reciente, de Zoran Drvenkar, que trasunta otra historia siniestra en torno al abuso de niños. Aunque no sucede en una familia, esta reflexión sobre el pánico de las criaturas a confesar, cautivos de una confusa mezcla de culpa e indignación, de dolor y rabia, sí tiene que ver como una síntesis de este Festen al que Magüi Mira aporta un epílogo de esperanza cierta, verosímil, latente en el texto, aunque no con esta precisión con que actores y directora logran un insólito espectáculo de amargura y esperanza, una rebelión en toda regla, no sólo por parte de las víctimas contra la terrible autoridad paterna, sino de todos contra todo tipo de humillación, desnudos como ángeles anonadados, felizmente mezclados con los muertos que acompañan con su sabiduría la nueva travesía, a través de una danza de besos y abrazos silenciosos…

La atención por los detalles hace que el trabajo de dirección de actores resulte sobresaliente. Desde luego todos en sí mismos aportan una fuente inagotable de posibilidades, pero esta vez han de enfrentarse a un juego de máscaras entre apariencias y sentimientos, a lo largo de una función en la que lo que se dice es tan primordial como lo que se expresa en bailes, música, movimientos corporales, llantos, gritos y carcajadas.

Un reparto de exquisita confabulación a cargo de seres que podrían ser internos de un psiquiátrico de puertas abiertas del que no quieren salir, hasta que se permiten una fuga definitiva. Actores y personajes en una negra fiesta que acaba luminosa.

Jesús Noguero es el mayordomo servicial, aunque ha pergeñado la cólera del hijo mayor. Como sirviente de primera clase interpreta muy bien su papel, aferrado además a un acordeón a piano (que interpreta el propio actor), instrumento que exige mucha prestancia y dominio físico. Cuando el fiel Noguero se enfurece e invoca a los dioses de la Justicia, ayuda a consolidar la ira de Gabriel Garbisu, ese hijo tantas veces violentado, que aún se ruboriza, y al que todavía se le traba la lengua, le tiemblan las manos, pero no cede en su afanosa búsqueda de liberación.

Roberto Álvarez es el padre feroz en el papel más terrible de su carrera, con una arrogancia en el sadismo que le torna prototipo de maldad. Le bastan pocos gestos para sentirse muy seguro de sí mismo hasta que le derrotan por completo. Tiene de su parte a una esposa entregada, una Carmen Conesa, actriz-cantante-pianista, que resuelve brillantemente el personaje con menos desarrollo, y formaliza una escalofriante pasividad que cuando toma partido avanza sobre una complicidad sin escrúpulos.

Karina Garantivá afronta con encantadora naturalidad un erotismo muy curioso: desnuda sus pechos en la búsqueda infructuosa del amor de un hombre que ansía recuperar. Su desnudo tiene una ternura de tal calibre que parece danzar en torno al que ama, en ese momento incapaz de reaccionar, emocionalmente tocado. Le busca con deseo de un amor lejano que ansía retomar. Por eso su sensual movimiento con voz temblorosa es propio de un juego de niños escondidos en un desván. Como niños revoltosos y pasados de rosca son los únicos que han dado nietos a los salvajes padres tan falsamente distinguidos: Manu Cuevas, el chiquillo desesperado, el benjamín que pasó su infancia en internados, y su esposa, Carolina África, tontaina y sumisa a los caprichos de su «chico-grande» (juntos tienen una gran escena en un rincón, buscando un coito rápido, a manera de copazo liberador).

Isabelle Stoffel es portadora de un cuerpo que atraviesa, circunda, alimenta la acción de todos. Sonríe casi todo el tiempo, apenas habla, pero en sus gestos hay infinidad de matices que nos elevan a todos —actores, personajes y espectadores— hacia la gozosa intimidad de la escena final, después de la justa venganza, más allá de los desnudos y los muertos.

David Lorente es el italiano exuberante, una caricatura imprescindible para su amante, coleccionista de hombres divertidos, una Clara Sanchis que asume con exquisita precisión el constante desbordamiento de una mujer desesperada. En el borde mismo del desastre, a punto de ser volteados por una sobreactuación ilimitada, ambos actores logran detenerse a tiempo para ofrecer sus heridas más profundas en conmovedoras e inesperadas vueltas de tuerca.

FESTEN

Autores: Thomas Vinterberg y Mogens Rukov (guionistas de la película danesa The Celebration,  estrenada en 1998)

Adaptación teatral: Bo Hr. Hansen

Versión y dirección: Magüi Mira

Ayudantes de dirección: Txemi Pejenaute y Pablo Gallego

Música: David San José

Escenografía: Magüi Mira y Javier Ruiz de Alegría

Vestuario: Lorenzo Caprile

Iluminación: José Manuel Guerra

Coreografía: Rosángeles Valls

Asesoramiento lucha escénica: Mar Navarro

Fotos: marcosGpunto

Producción: Centro Dramático Nacional

ENCUENTRO CON EL PÚBLICO: jueves 23 de marzo al finalizar la función.

Teatro Valle Inclán. Sala Francisco Nieva. Del 3 de marzo al 9 de abril de 2017.

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