Rara (2016), de Pepa San Martín

 
Por Miguel Martín Maestro.
La presunta impermeabilidad de la cordillera empieza a desvanecerse, y los proyectos cinematográficos chileno-argentinos comienzan a consolidarse. Si el resultado va a repetir la solidez y madurez de Rara, vamos a encontrarnos con otra cantera inagotable, aunque eso sí, como se habla en castellano y no obedece a las normas del star system, seguirá permaneciendo semidesconocido a este lado del océano, del mismo modo que al otro se olvidan igualmente del cine español minoritario, aunque hay que celebrar la llegada de la película a nuestras pantallas, con el riesgo del distribuidor a perder dinero con la aventura teniendo en cuenta qué tipo de público acude a las salas y qué compromiso tiene la ciudadanía con el arte en general. Cosas de la incultura supongo, de la ausencia de gestión cultural, de la ausencia de proyectos sólidos de intercambio entre países que tienen a favor lo más importante, la lengua. Está recién estrenada en carteleras españolas… Después de nosotros y Rara formarían un perfecto programa doble con ésta ofreciendo una visión dual para enfrentar una realidad cotidiana. Si en la película franco-belga la presencia infantil es anecdótica, como decorado sobre el que gira parte de la trama y que condiciona el comportamiento adulto, San Martín aprovecha el punto de vista del comportamiento adolescente para situar una relación adulta terminada, en el ojo del huracán, y remover lo que funcionaba con discreta funcionalidad, cuestionando así, el futuro, de, por lo menos, seis personas.
Rara puede ser la sensación que tiene Sara al compartir su vida, desde el divorcio de sus padres, con su madre y su nueva pareja, Lía, (la estupenda actriz argentina Agustina Muñoz, asidua del cine de Matías Piñeiro); una relación aparentemente aceptada de buen grado por ella y por su hermana, más pequeña y que actúa con mayor naturalidad; pero lo cierto es que desde que se ha producido esa nueva situación el comportamiento de la joven se resiente, el choque de la edad con sus propios cambios personales, y la relación lésbica de la madre, desemboca en una rebeldía espontánea por cualquier cosa, un encapsulamiento que sólo su amiga Pancha es capaz de revertir. “Rara” se siente Sara al ser situada en un centro de atención insospechado. La naturalidad con la que la pareja adulta vive su relación parece afectar a la adolescente, la curiosidad de su amiga por la relación de su madre es contestada con un toque de indiferencia e incomodidad, seguimos a Sara por los pasillos de su centro escolar, sola, subiendo y bajando escaleras aparentemente sin sentido, alejándose de los grupos para aislarse y no sentirse señalada ni con los silencios. La “peculiaridad” de su casa, como le pregunta un profesor, está socavando su resistencia. Objetivamente nada ha cambiado en la vida diaria, las dos madres se ocupan de las niñas, pasan fines de semana con el padre, hay una relación fluida y normal, pero interiormente, en la cabeza de Sara hay algo que no termina de aceptar la situación y provoca el conflicto entre los progenitores con detalles nimios, dónde celebrar el cumpleaños, abandonar la casa materna y refugiarse en la paterna, bajar el rendimiento escolar… todo para, en una evolución desfavorable, afectar las relaciones en la familia y provocar la intervención de la justicia; Sara dice a cada uno de los progenitores lo que quiere oír para ampliar el desastre inminente.
Rara utiliza el lenguaje de la intimidad, los silencios acusatorios, las discusiones de la convivencia, las ocultaciones interesadas, pero también el juego en familia, las caricias, los abrazos, el tirarse al suelo, el bailar en grupo mientras se hacen las tareas caseras. Sara vive en una familia basada en el amor que no termina de ser considerada “normal” a los ojos de la sociedad, adultos que creen que tratando con naturalidad lo que se sale de la convención van a educar a sus hijos en el respeto y aceptación, mientras que el crecimiento personal consigue lo contrario, generar la incomodidad de lo que no termina de aceptarse interiormente y que aumenta un cierto rechazo porque te individualiza dentro del grupo, te aparta de lo que es el parámetro social fijado por normas seculares y de clara influencia religiosa. Justo cuando pretendes ser más anónima en tu familia hay algo diferente que te individualiza y te hace más visible, aunque muchas veces sea una mera impresión subjetiva. Querer que una persona en formación acepte y asuma, como algo natural, lo que se sale de la norma social, cuando los adultos que le rodean no se lo creen, es una hipótesis que no es contemplable. Cuando Sara se da cuenta del remolino que su reacción ha ocasionado la situación ya no depende de ella misma y, es más, es posible que ni esté dispuesta a dar marcha atrás en la búsqueda de esa “normalidad” que sabe que no es cierta, porque el daño que ocasiona es superior al beneficio que pudiera conseguir porque éste no va a llegar cuando  nunca ha habido perjuicio.
No quiere declarar en un juicio pero cuenta a una psicóloga todo lo que no oímos, pero que va a resultar determinante. En el fondo, al querer llamar la atención, está pretendiendo recuperar el celo, el mimo, el cuidado exclusivo que quien ha alcanzado la adolescencia está obligado a perder por parte de su madre. San Martín usa los espacios para demostrar la comodidad de las menores en ambos hogares y las diferencias insalvables entre los adultos, a quienes se veda el paso en casa ajena (reveladora la imagen de Lía separada por una verja que se cierra tras intentar, por enésima vez, que Sara se sienta comprendida y aceptada). La incomodidad de Sara proviene de sus propios cambios y el rechazo personal que le genera la relación personal de su madre y su novia y las relaciones con otras parejas de lesbianas. Ninguno de los personajes aparece señalado como culpable, a todos les ampara la razón, aunque sea individual, para comportarse como lo hacen, ninguno pretende dañar por dañar ni imponerse porque sí, aunque los actos traen consecuencias. Cumplida una edad, Sara aprende que las rabietas, enfados y caprichos de una niña no producen los mismos resultados que los de una adolescente, y que estos superan a los previstos, incluso son mucho más dolorosos, y dejan abierta la puerta a una inestabilidad que, hasta entonces, no existía.
Viendo la película uno se cuestiona el modelo de sociedad que creamos para que unas niñas, al llegar a los momentos de madurez, señalen como excluyente, identificador, estigmatizador, incluso, el hecho de que su madre opte sexualmente por una pareja que se sale de la norma preestablecida. Cómo, incluso, este hecho personal, puede ser utilizado para obtener una ventaja procesal aprovechando las grietas, prejuicios y carencias psicológicas de los tribunales, donde la libertad individual se confunde, más de una y de dos veces, con la opción ideológica de quien resuelve. Rara sobresale en aquello que se relaciona con el espacio de la intimidad, por eso no lo abandona nunca, por eso es muy notable la propuesta porque huye del drama judicial o de las peleas de examantes; son las niñas, su entorno, su propia credibilidad y las interacciones con los adultos, los que determinan el interés de la película, estamos en el tránsito a la edad adulta, en el momento en que nos avergüenza que nos canten el cumpleaños feliz cuando nuestra mente anda preocupada entre el chico que nos mira y los padres de las amigas que murmuran a nuestras espaldas por la relación de nuestra madre. Normal que esta película haya ganado premios en Berlín y San Sebastián. Más cine chileno a reivindicar.

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