Norman, el hombre que lo conseguía todo (2016), de Joseph Cedar

 
Por Irene Zoe Alameda.
La cinta narra las humillantes y paradójicas peripecias de Norman Oppenheimer, un pretendido hombre de negocios que logra entablar una relación de amistad con Micha Eshel, un prometedor político que, tres años más tarde, se convierte en el primer ministro de Israel. Con el advenimiento de Eshel al poder, Norman pasa a ser, sin pretenderlo, una figura influyente de la esfera política internacional.
Dejando de lado su reparto de ensueño, tan del gusto del cine underground de la costa Este –Michael Sheen, Lior Ashkenazi, Steve Buscemi, Charlotte Gainsbourg, Dan Stevens, Hank Azaria, Scott Shepherd, Isaach De Bankolé–, el interés de la cinta reside en la filiación artística del enigmático protagonista, pariente cercano del mítico escribiente Bartleby de Melville, o de los personajes de las historias de Franz Kafka, de Saul Bellow y de Isaac Bashevis Singer en el terreno literario; descendiente claro en el celuloide del hilarante e impávido jardinero Mr. Chance de Being There, del simplón y adorable Forrest Gump, o de algunos sujetos de las comedias de Mel Brooks y los hermanos Cohen. No obstante, la incapacidad del personaje interpretado por Richard Gere para invocar simpatía o ternura en el espectador sitúa esta obra en las antípodas de sus referentes.
En efecto, a diferencia de sus predecesoras, esta película fracasa a la hora de despertar interés por los avatares que le sobrevienen al obstinado Norman. Allá donde la audiencia empatizaba genuinamente con Mr. Chance en una borrachera de incredulidad, curiosidad y admiración, la audiencia de Norman se aburre como una ostra. El principal motivo de que el filme no funcione no es el actor principal –quien guiado por el director consigue borrar todo rastro de psicologismo en su personaje–, sino un guion que flirtea con la comedia sin abordarla y que olvida que, para que las historias resulten atractivas, sus héroes deben exhibir rasgos con los que de un modo u otro los espectadores nos podamos sentir identificados. Es posible que el empeño del director por subrayar las crecientes barreras culturales que separan a los judíos americanos –miembros de la diáspora– de los colonos de la Tierra Prometida le haya llevado a convertir a Norman en el mero arquetipo del amable y desprendido judío errante del folclore semita… y los arquetipos no transmiten emoción.
Precisamente, si acaso, el secreto del éxito de personajes tan extremos e inusitados como Forrest Gump es que todos albergamos una parcela dentro de nosotros que podemos ver retratada en ellos: en la certeza de vivir a merced del destino, de no estar a la altura de las circunstancias, de ser tomados por quienes no somos, de ser malinterpretados –para bien o para mal–… todos nosotros, al fin y al cabo, nos podemos ver ahí, y la magia de la ficción es que nos invita a transitar por un universo extraño pero verosímil, ya sea un espacio temido, deseado o secretamente invocado por nuestro afán.
Desgraciadamente, el Norman de Joseph Cedar no logra invocar ninguna ensoñación íntima: despojado de biografía y de características propias, sin siquiera ser un fantasma o una máscara, el protagonista está totalmente vacío. Tal es el ahínco con el que el director y guionista construye a un individuo impertérrito y hueco, que no nos deja el más mínimo espacio para nuestra proyección. Así, pasados diez minutos de metraje lento e inhóspito, lo que le ocurre al judío neoyorquino nos importa, literalmente, un pito. Ni siquiera el encuentro de Norman con su doble –en el estrafalario personaje de Hank Azaria– ni la pretendida catarsis final logran borrar de la mente del espectador la certeza de que no ha invertido bien ni las dos últimas horas ni el precio de la entrada.

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