'Allí, donde se acaba el mundo', de Catherine Poulaine

Allí, donde se acaba el mundo

Catherine Pulain

Traducción de Iballa López Hernández
Lumen
Barcelona, 2017
379 páginas
 

Si uno escruta a fondo esta novela, que deja inconsciente al lector desde las primeras páginas, se da cuenta de que se trata de una reinvención de La Bella y la Bestia, pero sin Bella. A la hora de la verdad, se trata de definir en qué consiste la realidad: algo feo entre lo que se mueve gente de mal aspecto. La protagonista, alter ego de la autora, sabe que sus rasgos y su físico se alejan millas marinas de los cánones de belleza, y sabe que la aventura en la que se embarca y sus compañeros de embarcación, también pertenecen a ese mundo, opuesto al de los anuncios de margarina. De hecho, acude a Alaska porque las condiciones de vida no permiten un poco de belleza. A pesar de todo, sabe quererse. O, por ir más allá, sabe que es y aquí se acaba la historia. Quererse a uno mismo es una etapa propia de libros de autoayuda que ella superó hace tiempo. Sabe que es ella y acepta lo que son los demás. En ese sentido, la obra nace in media res: el desplazamiento a Alaska es parte de un renacimiento. Allí no está obligada a demostrarle a la gente que se quiere. Podríamos hablar de una novela de iniciación, pero es más bien un reseteo en el que se cambia hasta el hardware. Tiene que aprender a andar sobre la superficie de un barco y a hablar con el lenguaje nuevo, el de los pescadores que bregan en las infames aguas heladas del Ártico.

Decadentes, los marineros pretenden continuar la tradición pendenciera que les es propia. Pero de eso apenas queda el alcohol y la mugre. Su unión con los piratas, es la de vivir con lo puesto. Catherine Poulain (Manosque, 1960) ha inventado todo un género literario: el romanticismo sucio. Busca el peligro para sentirse viva, porque el peligro embriaga como embriaga el vodka, no como embriaga el amor no correspondido. Y así, en lugar de desnudar todos sus sentimientos, guarda para ella la preciosidad de un misterio, la verdadera razón por la que no ha sido capaz de sentirse viva en un medio menos agreste. Renace y está sola, y no le queda más remedio, a pesar de sus escasos kilos de músculo, que encontrar coraje, mucho coraje, el coraje que se suele atribuir a lo masculino. Pero entre esa tribu halla un lugar que le corresponde. Y tener una tribu es fundamental para encontrar sentido a la vida, a la parte sucia de la vida y también a la parte romántica. Hasta el punto de que cuando está varada, echa de menos la pesca de animales que la triplican en peso y a los que arranca las tripas y el corazón mientras late.

Tal vez haya algo de locura en el personaje que representa a Poulain. Pero de la locura bendita, esa que no destruye pese a lo poco estético que sea su dedicación. Y en esa locura se mezclan, en cada frase, el aroma a herrumbre y el aroma a tierra mojada, lo feo y lo hermoso. Hasta el punto que nos lleva a pensar que la obra tiene una finalidad clara: preguntarnos cuál es el vínculo que une a la pasión con el miedo. Ese que aparece también en las relaciones sucesivas que establece con pescadores a los que le duele su libertad. En definitiva, esta es una de esas novelas que uno se pregunta cómo es posible que a nadie se le haya podido ocurrir. Una obra con mucha potencia.

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