El crítico literario estadunidense Harold Bloom ha dedicado buena parte de su vida a estudiar la obra de William Shakespeare; a decir de Bloom, el Bardo fue el mayor creador de personalidades de la historia, sólo precedido por los redactores de la Biblia. Una polémica tesis de Bloom que se suele echar por tierra, tratándola de psicologismo o incluso de esnobismo, reitera que nuestro carácter y personalidad debe más a Shakespeare que a ningún otro: que nuestro compañero de trabajo es un Iago con intenciones turbias, que a veces nos sentimos como un bufón, diciendo las verdades que nadie quiere oír, como dos adolescentes de familias rivales que no pueden legitimar su unión, o como un rey desarmado —un hombre— que en medio de la batalla de Bosworth cambiaría su reino por un caballo.

Además del emporio fílmico y la compra de grandes franquicias y marcas de la industria del entretenimiento (como Marvel o Star Wars), el sueño de la infancia interminable de Disney sigue materializándose en nuestros días a través de los parques temáticos de California y Orlando, sin contar el resto del mundo. Los primeros parques inaugurados en los años 50 recibían y siguen recibiendo al visitante en la calle Main Street USA, una frontera donde las convenciones del “mundo exterior” dejan de operar, donde los sentidos son bombardeados y estimulados hasta la anestesia; como consecuencia, el juicio racional se suspende, la identidad se desplaza en favor de los actos de consumo (mucho más concretos, aunque igualmente numerosos) y el visitante queda “inmerso” en la experiencia, como un personaje más de una película interminable.

En Disney’s Design — Imagineering Main Street, Josef Chytry traza una idea del parque temático como ensayo tridimensional de una ciudad utópica, un proyecto concebido por Disney y refrendado a través de numerosas tentativas y exploraciones, incluyendo la creación de una escuela y la posibilidad de separar sus propiedades de la jurisdicción del estado de California.

Según Chytry, los estudios fílmicos de Disney se organizaron siguiendo un modelo de planeación urbana, imaginando un set de filmación que no cerrara nunca y donde el espectador pudiera romper la cuarta pared brechtiana (la convención que dicta que en un teatro o cine, los espectadores ocupan un lugar opuesto al de la representación) e internarse en un mundo que de algún modo le parece familiar: es el mundo de sus fantasías infantiles, materializadas en objetos y actos de consumo que ofrecen una experiencia libre de Tánatos.

Hay que recordar también que la tradición del cine musical de California (a la cual ofrece dudoso tributo la polémica La La Land) y sus convenciones —que encantan a los fans del género e irritan a sus detractores— ofrecen un guión implícito para el visitante de los parques temáticos. ¿No sabes qué hacer? Canta una canción, compra una playera. Viaja al pasado, al futuro, a los mares infestados de piratas o al mundo donde los niños nunca crecen. En medio de súbitos arranques de baile, donde el disenso termina con la eliminación o contención del villano de turno y el acuerdo entre las partes en disputa termina siempre en arreglo, en perdón, en reconstrucción, todos los caminos de Disney conducen a Final Feliz, su capital.

Una casa de muñecas con forma de ciudad

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El plan para construir una ciudad real administrada por Disney echó a andar en 1958. Aunque no llegó a operar, el resultado fue la fundación del Instituto de Artes de California, un centro educativo. Para su siguiente intento, Disney no quería simplemente hacer una versión mejorada de Disneyland: según Chytry, se trataba “de construir su ciudad utópica adyacente al parque temático”.

Como figuras de un colosal juego de mesa, Disney World tampoco logró ser la ciudad utópica, incluso independiente políticamente, que Walter había soñado. El estudio de filmación, el parque temático, la escuela, el museo: experimentos, postas en el camino hacia un objetivo superior, una ciudad con sus propias reglas y formas de gobierno, donde los habitantes tuvieran absoluto control sobre los asuntos civiles mientras se permitiera a los desarrolladores e inversionistas conservar la propiedad de la tierra.

Si no funcionó, probablemente no fuera por falta de visión ni por temor a los sindicatos. Todos los aspectos del proyecto fueron revisados y supervisados por Disney personalmente, como si se tratara de su mayor película (o del avión colosal de otro magnate con sueños de grandeza, Howard Hughes): así, el ciudadano de la ciudad imposible de sus sueños tuvo que conformarse hasta nuevo aviso con el papel de visitante o huésped. El genio de Disney no consistió en producir imaginarios explorables y redituables, sino en lograr que, de alguna forma, el visitante o el fanático —el converso— nunca abandonara del todo la tierra prometida de la fantasía. Walter Disney logró construir una fábrica de recuerdos, a la que puntualmente peregrinan desde entonces millones de seres humanos con el fin de manufacturarse una infancia.

Los parques actuales, sin embargo, pueden leerse también como una Historia alternativa del mundo real, una maqueta de sus fantasías, en la que todos los pueblos están representados mediante epígonos, personajes, leyendas. No somos tontos, sabemos que se trata solamente de un juego y un disfraz, o eso le dicen sus padres al niño que visita por primera vez Disneyland, mientras mira en torno suyo con la intuición de que los adultos se comportan de un modo muy extraño en este lugar.