Emily Dickinson (10 de diciembre de 1830-15 de mayo de 1886) vivió siempre una vida llena de poesía, aun antes de escribir algunos de los versos más espectaculares de la literatura norteamericana. Esta singular escritora, quizá la poeta estadounidense más relevante del siglo XIX (junto al grandioso Walt Whitman), se caracterizó por su excentricidad y no deja de sorprender a quienes se acercan a su enigmática figura. Se dice que Dickinson, soltera durante toda su vida, vestía casi siempre de blanco, no gustaba de recibir visitas y vivió la mayor parte de su vida recluida en casa de sus padres; durante sus últimos años, rara vez salió de su cuarto. La autora de casi 1,800 poemas (que ella nunca buscó publicar, a excepción de cuatro o cinco) también fue aficionada a la botánica y a los jardines, y cuando era muy joven hizo un álbum de flores que nos habla de la sutil poética que siempre habitó su mente.
El gusto de Dickinson por las plantas y su naturaleza, extravagante en una época en la que la ciencia era un universo esencialmente masculino, nació cuando ella tenía 9 años, mucho antes de que comenzara a escribir poesía, y se desarrolló durante su adolescencia, cuando comenzó estudios formales de botánica y herbolaria. Por aquel entonces la joven Emily sembraba, coleccionaba y clasificaba flores de la región de Amherst, Massachusetts, para luego aplanarlas e incluirlas en su hermoso álbum.
El herbario de Emily Dickinson —una obra de arte extraña y desbordante de una femenina delicadeza— se distingue por sus composiciones hechas con sutil minuciosidad, una que adornaría años más tarde sus versos. Esta colección, encuadernada y forrada en piel, incluye un total 424 flores distintas, dispuestas en 66 páginas y clasificadas con pequeñas etiquetas que indican la especie de la flor (con su nombre común o científico) con la elegante caligrafía de Dickinson.El álbum original de Emily Dickinson se conserva en la Harvard Houghton Rare Book Library, pero debido a su fragilidad no puede ser examinado, ni siquiera por los más importantes académicos de la universidad. Por esta razón, y porque la única edición facsimilar del herbario (hoy agotada) es muy costosa, este objeto y su profunda importancia fueron olvidados por el mundo hasta que, hace poco, Harvard lo digitalizó.
Uno de los detalles más sugerentes del precioso álbum es que la flor que aparece en primer lugar, en la página inicial, es un jazmín tropical, especie que no solamente no es nativa de Massachusetts (tuvo que ser plantada y cuidada, probablemente, por Dickinson), sino que en aquella época constituía un símbolo de erotismo y exotismo proveniente de lejanas tierras orientales. Algunos expertos han calificado este detalle como una expresión velada de los pocos encuentros con Eros que, se supone, sucedieron durante la vida de esta solitaria mujer. Otra página notable es la que presenta ocho tipos de violetas, flor que fue una presencia frecuente y poderosa en la poesía de Dickinson, y a la cual llamó su “insospechado” esplendor.
Explorar a detalle el herbario de Emily Dickinson implica la posibilidad de tener un breve atisbo a la juventud de la legendaria escritora, y nos habla silenciosamente de todas las maneras en las que un poeta y un jardinero hacen trabajos semejantes. Esta colección refleja también la conmovedora sensibilidad y paciencia de un espíritu que parecería haber sido tocado por la divinidad en un lugar donde la poesía y la ciencia se tocan momentáneamente, pues no se trata de flores conservadas al azar y dispuestas estéticamente sino de composiciones llenas de ritmo, de pequeños poemas visuales que anunciaban lo que habría de venir.