'Vidas imaginarias', de Marcel Schwob

Por César Alen.

No recuerdo, no tengo certeza de haber accedido a ninguna leyenda o mitología, ni siquiera cuentos en mi infancia. Quitando, claro está, los estrictamente educacionales o catequísticos. Los que se utilizaban para doblegarnos, para intentar reconducir las conductas infantiles, las innatas propensiones a la rebelión. El hombre del saco vendría a buscarnos si no obedecíamos ciegamente a los padres, el saca mantecas, y que decir de la patética santa compaña. Bueno, Dios lo ve todo, lo oye todo, está en todos lados. Por eso el mundo se me antoja un enorme escenario panteísta, en donde detrás de cada forma se esconde inevitablemente un hombre barbudo espiándonos, apuntando todo con minuciosidad en una libreta inmensa, como un inabarcable libro de contabilidad, un glosario sin principio ni fin, donde están registrados de forma escrupulosa todas las faltas de la humanidad. Y con tanta iconografía diseñé una figura antropomórfica como imagen del todo poderoso.

No, en realidad, mi infancia transcurrió en los marcos de un realismo, un realismo mágico, mágico y cruel, gris, sucio, húmedo, frío, con poco espacio para la imaginación. Porque la miseria, las perentorias circunstancias de la pobreza no me dejaban ánimo para soñar. La imaginación se circunscribía a la mejor manera de combatir las carencias, de gestionar las frustraciones. Por eso tuve que ayudarme de la literatura, utilizarla al estilo del viejo Ulises un barco para buscar mi Ítaca, un libro. Aventuras imaginadas a través de un frío ventanal, en un ilimitado fondo gris.

Para no perderme en una desquiciada orfandad referencial, falta de figuras, de arquetipos que sirvieran para ordenar el mundo, para entibar los procesos de la personalidad, para, en definitiva reconocerme en un ámbito cultural, utilicé la literatura. Los libros fueron el acicate necesario para espolear de verdad mi imaginación, para conformar la psicomitología. Yo le robé las leyendas a la literatura, sin contar todo lo demás, retazos de mi personalidad, sueños, sueños que llevan a frustraciones, frustraciones que se enraízan. Un estilo, una referencia de vida, un viaje a ninguna parte como en el Quijote, pero que bonito el camino, las andanzas, la experiencia, ese fértil tiempo de extravío, donde sólo cuentas tú, porque que más necesito para ser yo, dios, yo (como dice la canción de Extremoduro, destilación del pensamiento de Nietzsche).

Lo encontré en la edad justa, adecuada, a punto de zozobrar en la dispendiosa pubertad. Lo cierto es que no recuerdo como llegó a mis manos, algún amigo adelantado, un profesor cultivado. Lo importante es que descubrí las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, edición de bolsillo (Bruguera-libro amigo) que bien sonaban esas palabras y que certeras. El libro me ofrecía su amistad, no su mercancía, muy alejado del exacerbado mercantilismo actual.

De todos los relatos extraje un enorme conocimiento. La simple lectura de los títulos me transportaba a mundos mitológicos, antiguas leyendas, probables verdades. Otro de los rasgos que me fascinó de Marcel Schwob fue su capacidad para definir a los protagonistas. En la mayoría de los casos un lacónico y certero sustantivo, que nos acerca de forma exhaustiva a la figura. Son como pequeñas pistas, migas de pan para que sigamos el camino: Empédocles, Supuesto dios. Eróstrato, incendiario, Crates, el cínico, Séptima, Encantadora, Lucrecio, Poeta, Clodia, Matrona impúdica, Petronio, Novelista, Sfrah, Geomántico, Frate Dolcino, Hereje, Cecco Agiolieri, Poeta resentido, Paolo Uccello, Pintor, Nicolas Layseleur, juez, Katherine la Randera, Muchacha de amoríos, Alain el Simpático, Soldado, Gabriel Spenser, actor, Pocahontas, Princesa, Cyril Tourneur, Poeta Trágico, William Phips, Pescador de tesoros, El capitán Kid, Pirata, Walter Kennedy, pirata analfabeto, El mayor Stede Bonnet, Pirata por vocación, Los señores Burke y Hare, asesinos. Los he aprendido de memoria a base de repetirlos en mi mente. Me resulta terapéutico, inspirador caminar y recitar esta retahíla. El simple hecho de nombrarlos, de leerlos, de conocerlos me proporciona la dulce y engañosa conciencia de erudición.

De entre todos mi favorito, sin lugar a dudas, es el de Crates el Cínico, una verdadera obra maestra. Un relato que nos acerca a la Grecia de los estoicos, disciplina que tanto aportó a reconocidos filósofos como Epicuro, Séneca o Cicerón. Crates fue discípulo del conocido Diógenes. El episodio transcurre en Tebas. Crates asiste a una obra de Eurípides. Aparece Telefo, rey de Misia, vestido con andrajos y una cesta en la mano. Tal visión conmovió a Crates, que sin esperar a que acabara la función, se levantó de entre el público y proclamó en voz alta su intención de donar todas sus riquezas. Había visto la luz, la absoluta inspiración, la intención gozosa de renunciar a todo. Y así lo hizo,
arrojó desde el balcón de su casa todos sus muebles y el dinero que le quedaba.

Luego cogió un viejo zurrón y se encaminó a Atenas. Allí deambuló por las calles, sin meta ni cometido, cuando tenía hambre comía, cuando estaba cansado descansaba. No había una razón de orden divino que impulsara su devenir, sólo se ocupaba de las tribulaciones que traía el día. Intentó seguir los consejos de Diógenes, pero consideró superfluo el tonel. Observando a los animales, en especial a los perros, con los que compartía la comida de los vertederos, fue depurando su ascetismo, su innegociable disposición a desprenderse de todo lo superfluo. Desarrolló la teoría de que el hombre debía bastarse a sí mismo, siguiendo al pie de la letra la inscripción en el frontis del Templo de Delfos: “Vive tu mismo”. A pesar del rigor de su vida, jamás perdió su talante agradable, su disposición. Se distanciaba así del mítico mal humor de Diógenes, de sus diatribas contra el poder. Diógenes ladraba como los perros, él vivía como los perros, y no se sentía mal por todo ello. Pronto decidió prescindir del zurrón, pues le parecía un elemento antinatural, y lo colocaba en una situación de ventaja delante de los perros, a los que acabó cediendo el turno en la basura, porque no se consideraba más importante que ellos. Encontraba un verdadero placer en bastarse a sí mismo, en ir dejando paso a la pura subsistencia, al pulso de la fisiología. Dejó crecer el pelo que de esa manera lo protegía del frío y la lluvia, así como sus uñas que le servían para rascar las heridas cuando se infectaban. Renegó de la vida pública, de todo intento de mejorar al ser humano. Consideraba que los dioses no habían hecho nada útil por el hombre, sino todo lo contrario. Tantas ínfulas y sueños de grandeza, falsas promesas de un mundo mejor, más lejos, distante. Lo cierto es que los seres humanos se deben a la tierra, esa es la única gran verdad.

Con todo, hubo una mujer que conoció sus andanzas y quiso seguirlo. Hiparquia, hermana de Metrocles. Admiró su tipo de vida e intentó imitarlo. Se acercó hasta conseguir que la aceptara. La vida de Crates era una apuesta radical, no hacía ningún tipo de concesiones a la moral, ni a la decencia. Hacía sus necesidades en púbico, y satisfacía sus pasiones en plena calle. Hiparquia no fue capaz de resistir tal situación. Por el contrario nuestro protagonista mantuvo la salud indispensable para llegar a la senectud, a pesar de multitud de infecciones, yagas y purulencias de las que fue víctima. Schwob destila erudición en estos relatos. Se impregna de historia, llega al fondo de los mitos. Deambula con comodidad y desparpajo en la inagotable fuente de la mitología. Convierte lo imposible en probable, gracias a la verosimilitud que alcanzan sus historias. Porque esa es una de las grandezas de la buena literatura, transformar personajes ficticios en verdaderas leyendas, en arquetipos que a la postre configuran la civilización.

2 thoughts on “'Vidas imaginarias', de Marcel Schwob

  • el 7 diciembre, 2017 a las 1:30 pm
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    Genial,grande,inspirador muy bueno

    Respuesta
  • el 9 diciembre, 2017 a las 11:14 pm
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    Vivir coma un can hoxe xa non serìa mala Vida nesta Europa cínica. O difícil é vivir coma un home.
    Chapeau!

    Respuesta

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