Animales del siglo pasado

Enero. Encarrilado ya el 2018. El año en el que los nacidos en este siglo XXI cumplen la mayoría edad. Especialmente, con el propósito secreto de recordarnos a todos los demás que el tiempo pasa, que sigue pasando, y que mientras ellos se hacen mayores, los demás envejecemos.
Ya está. Hemos superado el ritual del Año Nuevo. La forzada euforia que desplegamos alrededor del nuevo calendario. La tradicional liturgia de corear la cuenta atrás alrededor de una televisión, de abrazarnos cuando la planta del pie se posa en la otra orilla; y felicitarnos por haber conseguido la proeza de cambiar el número del calendario… Como si la nueva orilla fuera a ser distinta a la anterior.
En un par de días más, el confeti y la alegría artificial del espumillón quedarán tan lejanas que parecerá que no han ocurrido nunca.  Ahí atrás, irreales y borrosos, quedarán también los ratos en los que nos entretuvimos haciendo balances, planeando proyectos para el año nuevo, haciéndonos promesas, soñando con cambiarnos (a veces en secreto, a veces a viva voz) para intentar alterar esa rutina predecible e indefectible que somos nosotros mismos.
Pocas cosas nuevas, en realidad, habrán pasado. A excepción del tiempo que pasa, transcurre, y sigue pasando sin cesar. Testarudo. Incesante. Invencible. Recordándote que, quieras o no, te guste o no, te has hecho y te haces mayor. Cada vez más. De eso trata todo. Solo de eso. Manifestándose en multitud de pequeños detalles cada día y, durante estas fiestas que dejamos ahora atrás, con un nivel de concentración que puede llegar al de sobredosis y, por tanto, perjudicial para la salud:
Sueles volver a la casa en la que fuiste pequeño, que te espera y recibe con afecto y te recuerda en cada rincón del pasillo, con cada una de las cosas que duermen en los cajones, que te has hecho mayor.
Descubres, al igual que todos los años por estas fechas, que en la ciudad en la que creciste y en la que ya no vives, te orientas por lo que tuvo en lugar de por lo que hoy hay: “Sí, es justo al lado de los cines a los que íbamos siempre”, dices tú ingenuamente. “Ahora es un ZARA”, dice alguien sin ninguna intención y sin darse cuenta de que acaba de apuñalarte en el estómago.
Que te levantas a la hora a la que antes solías acostarte.
Que los grupos que forman las nuevas generaciones de hijos, sobrinos, hijos de amigos… son menos maleables de lo que recordabas; que no aceptan lo que les propones ni te ríen las gracias bobas como el año pasado; y que revolean los ojos ante tus referencias pasadas de moda. Porque si en algo se nota la edad no es en las arrugas, ni en las canas… es en las referencias: en creer que todo lo que marcó la infancia, la adolescencia o la juventud de uno es un clásico; o, al revés, en molestarse porque eso tan importante y crucial que determinó las vivencias, las emociones, los traumas y los gustos de uno durante su infancia, adolescencia o juventud no sea un clásico; o ni siquiera sea recordado.
Que allá donde vayas, hay una conspiración diabólica secreta que sube el volumen de la música hasta el punto justo en el que empieza tu irritación.
Que sigues pensando candorosamente que el correo electrónico es un medio de comunicación por el que se mandan mensajes personales hasta que un (viejo) amigo te rompe la burbuja llamándote viejales en un grupo de whatsapp.
Que sufres vértigo cuando, frente a la pantalla para hacer el check-in de tu viaje de regreso (o para rellenar cualquier formulario burocrático que requiera tus datos personales) tienes que lanzarte en caída libre en el precipicio del desplegable de la fecha de nacimiento hasta encontrar, abajo, muy abajo, el año que te corresponde.
Y después de todo, después de tanta intensidad, respiras, sonríes y asumes que así son las cosas y así seguirán siendo.
Que cada día nos mandará una pequeña señal, un detalle casi imperceptible, un micro cambio, que nos recuerda que somos, nos guste o no, para bien o para mal y, probablemente, para un poco de las dos cosas, animales del siglo pasado.
Fernando Travesí

Fernando Travesí

Escritor y dramaturgo galardonado con el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca por su obra “Ilusiones Rotas”. Entre su producción teatral se incluyen “Palabras de amor, sangre en la alfombra”, “Tú, come bollos”, “Acuérdate de mí”, “El Diván”, "El espacio entre medias" y "La sensación de no saber estar", representadas en diversos escenarios españoles (incluyendo el de la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos) latinoamericanos y estadounidenses. En el ámbito narrativo, es autor de la novela “La vida imperfecta”, (Editorial Editorial Siltolá, España. Editorial Planeta, Colombia) premiada con el Premio de Novela Corta del Fondo de Cultura Económica (Colombia). Es también autor del libro "Peter, Niño Soldado" (Ed. Martínez Roca, Grupo Planeta 2004) y su más reciente publicación e el libro de relatos “El otro lado de las cosas (que ocurren bajo el cielo de París)” (Editorial Siltolá, España)

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