Desde Londres: “Viktor” o la ciudad eterna de Pina Bausch

Por Eloy V. Palazón
 

Viktor

Pina Bausch ha vuelto al Sadler’s Wells (del 8 al 11 de febrero de 2018), la casa de la danza londinense, y lo ha hecho con, tal vez, una de las obras que menos indiferente puede dejar al público, Viktor. Una obra que se estrenó en 1986 en el Schauspielhaus Wuppertal y que marca otro hito coreográfico en la carrera de la artista alemana, después de La Consagración de la Primavera, Café Müller, Kontakthof, 1980 y Nielken. Y lo cierto es que si seguimos el rastro de las anteriores obras encontramos a Viktor como una clara consecuencia del proceso llevado a cabo en la construcción coreográfica.

Y es que desde los años 70 Bausch comenzaba la creación de una coreografía con la misma metodología. La coreógrafa, mundialmente conocida por ser la principal referencia en la danza teatro, lanzaba preguntas o apuntes y los leía en voz alta, llegando fácilmente a las 100 por sesión de ensayo. Con ellas, los bailarines tenían que ofrecer respuestas, material con el que se iba construyendo la obra. Algunas de las preguntas desde las que partía Viktor tenían que ver con Roma, ciudad donde estaba el teatro que participó en la producción de la obra, como por ejemplo “¿Qué esperas de Roma?” o “La dolce vita”, pero otras estaban alejadas temáticamente de la ciudad, como “En algún lado con tu respiración”. Partiendo de este imaginario podemos entender mucho mejor la estructura, los motivos, las imágenes, los textos, los gestos, la música que se va entretejiendo a lo largo de las tres horas de Viktor, nombre cuyo origen no queda claro en la obra. De esta manera, el trabajo de Bausch no fue meramente con el cuerpo de los bailarines, sino con su propia imaginación.

Es una obra extraña, una coreografía que mezcla danza, el arte de la performance, el teatro del absurdo, tan en boga en los años 80 en los que se creó esta obra, y un mundo ciertamente onírico que pretende ser la metáfora de una ciudad. Una ciudad que se encuentra en una fosa inmensa, tan grande que el sepulturero no puede llenarla nunca. Y no puede porque es una tarea que, aun en su infinita repetición, la tarea se resiste a ser completada. Y he aquí el primer gesto de Sísifo en el que se basa la obra. Pues toda ella se enhebra a través de leitmotivs incesantes que no llevan a ningún lado, porque cuando uno cree haber finalizado la tarea, ésta comienza de nuevo. Y la obra, en sí misma es una roca. Viktor acaba en el mismo punto donde comienza, en la misma escena, con las mismas palabras, alguna modificación, pero más bien como recurso dramatúrgico para darle sensación de final, pero en realidad la obra podría repetirse otra vez. Una y otra vez.

Viktor.

Y es que Viktor es una tragedia que se ríe de sí misma, pero que a su vez sirve de espejo. Parte de un cuento que Bausch tomó prestado del Woyzeck de Georg Buchner, esa obra teatral que escrita a finales del siglo XIX y estrenada a principios del XX servía como trágica crítica a las condiciones sociales de la Alemania de ese tiempo. Ese pathos se conserva en la obra de Bausch pero ésta le da un toque absurdo que parece sacado de las obras de Beckett, donde el patetismo, la tragedia y la crítica se mascan entre risa y risa.

Viktor en ese movimiento incesante, infinito, extenuante, trágico, sisífico, muere de nostalgia, pero de una añoranza cuyo origen queda incierto. Una nostalgia que pretende quedar difusa pues aspira a ser espejo del propio público. Durante la obra se repiten las palabras de la artista Rebecca Horn sobre unas aves migratorias que caen al océano debido a su extenuación. Pero no por el cansancio del viaje, sino al percatarse de que andan en la búsqueda de la tierra que ya no existe. Tal vez esta sea la mejor metáfora desde la que entender Viktor, desde la que verse en ella.

Pina Bausch, Solingen, Alemania, 1940-Wuppertal, Alemania, 2009.

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