'La cárcel más grande de la Tierra', de Ilan Pappé

La cárcel más grande de la Tierra

Ilán Pappé

Traducción de Ricardo García Pérez
Capitán Swing
Madrid, 2018
327 páginas

Hoy, por fin, voy a escribir algo diferente. De hecho, ni siquiera voy a escribir algo mío. Voy a reescribir.

Leyendo el extraordinario libro de Ilán Pappé, a quien catalogarán como persona non grata en cien países más después de su publicación, revisando la historiografía, un acto necesario, he recordado el incidente que en cierta ocasión sucedió en clase de un amigo y, sin embargo, gran escritor.

Se trata de un profesor universitario que en cierta ocasión mencionó su parecer sobre Gaza y las consecuencias que sus palabras tuvieron. No reflejo el incidente, pues del escrito que preparó para explicar su motivación, su punto de vista y, en definitiva, su alma, queda patente en qué consistió. Tanto él (ruego que me perdonen si no escribo su nombre, pero quienes estaban allí saben de quién se trata) como Ilán Pappé, como el que firma este artículo, Ricardo Martínez Llorca, intuyen, porque la intuición es cosa de los sentimientos y no de la razón, la misma certeza: que quien sufre es hermano de quien sufre, por encima de cualquier otro parámetro.

Pero les dejo, sin más, con las palabras de mi amigo, que espero les inciten a hacerse y estudiar el extraordinario libro que esta semana cayó en mis manos:

«Durante el trascurso de la clase del pasado jueves se produjo un incidente muy desagradable: un joven con acento argentino que se presentó como periodista repartió entre los presentes copias de una foto que retrataba la masacre humana perpretada por los nazis en los campos de exterminio, tal como se los encontraron los aliados a finales de la Segunda Guerra Mundial. Después procedió a descalificar algunas afirmaciones mías del día anterior que, aunque no había escuchado personalmente, le habían sido trasladadas por una persona asistente. A la descalificación de mis juicios se sumaron las acusaciones de nazi, xenófobo, racista y antisemita.

Quisiera, en primer lugar, pedir disculpas a quienes se tomaron la molestia de acudir a  clase a pesar de las circunstancias poco prometedoras de la fecha para encontrarse con el incidente y la discusión tampoco muy cuerda que le siguió.

En segundo lugar me gustaría defenderme de las acusaciones, describir adecuadamente el incidente y aprovechar la ocasión para concluir mi exposición del día anterior. Este texto, pues, pretende ser, a la vez, un alegato y una lección: corre el peligro de resultar demasiado prolijo para ser un alegato y demasiado conciso para ser una lección.

Sobre la exhibición de las fotos debo decir que me pareció, por encima de todo, una obscenidad innecesaria. Nadie ha dejado de ver de algún modo las imágenes del horror nazi, impresas y reproducidas en una pantalla, con lo cual su aparición no añadía nada a una discusión sensata. Semejantes imágenes siguen hoy y seguirán siempre horrorizando y escandalizando a cualquier persona con entrañas: por eso su uso impertinente es obsceno. Al apelar directamente a las emociones que suscita el impacto de una imágenes tan escalofriantes sólo puede enturbiarse cualquier posibilidad de acercamiento «frío» al tema de fondo: el comportamiento de Israel en el presente. Ésa es una táctica de agitador, no de polemista.

La acusación de que al afirmar que «Gaza es un campo de concentración» yo faltaba el respeto a sus muertos es, además, una insolencia. Esos cadáveres penosamente amontonados, no son sólo sus abuelos: son también, y con el mismo derecho, mis abuelos: no son los muertos de una familia, una religión o de una etnia particular, son los cadáveres de la intransigencia y del nazismo, todos mezclados, judíos en su mayoría, pero también comunistas, homosexuales, gitanos  -y por eso mismo son mis muertos, y los de todos aquellos a quienes repugna la crueldad, la injusticia y la mentira.

Quienes han tenido la idea de poner esas fotos sobre la mesa exhiben , en realidad, la desesperación de quien ve como se esfuma su credibilidad y su crédito. De quien sabe que está perdiendo una guerra ideológica. Yo no soy un nazi: ellos los saben y eso es precisamente lo que les duele.

Volvamos a Roma: también sus ideólogos justificaron durante mucho tiempo su actitud agresiva en nombre de las vejaciones y agresiones sufridas en sus orígenes, «en su infancia», a manos de sus vecinos los samnitas, los sabinos o los etruscos, o de gente venida aún de más lejos, como los celtas. Pero ése es un argumento bajo y mistificador: es lo mismo que pretender que la exhibición de los cuerpos masacrados de los judíos justifica la imagen de otra foto que aparecía en la prensa de aquel mismo día y que mostraba a los tanques israelíes irrumpiendo en las calles de un villorrio palestino. ¿Es que la exhibición de una foto de hace cincuenta años justifica de una u otra forma la de la actualidad? Bien, es posible que una foto explique la otra, y esto engarza directamente con la argumentación que dio pie a todo este follón. El hecho de que comportamientos actuales pueden justificarse sobre agravios del pasado sólo puede hacerse dando por sentado algo que yo sólo me atreví a sugerir como una condición, como una hipótesis de trabajo: la de que un «grupo» humano (el «pueblo») actúa como una consciencia única y global, perdurable e ininterrumpida, cuya historia colectiva es comparable con la biografía individual. Y eso sólo puede darlo por sentado quien es víctima de una visión «mítica» de una colectividad: igual que los romanos del siglo I que creían hacer legítimamente la guerra en nombre de los que cuatro siglos antes fueron víctimas de sus agresores «bárbaros». El pueblo romano seguía pensando que hacía la guerra a los mismos «bárbaros» que aniquilaron a sus antepasados, aunque un historiador de la época, Cornelio Tácito, se daba cuenta de que si a alguien se parecían los bárbaros a los que Roma diezmaba era precisamente a sus propios antepasados indefensos, y de que la palabra «bárbaro» ya no significaba extranjero, sino agresor. Según esa nueva definición, los «bárbaros» eran ahora los romanos.

Pues bien, igual que los imperialistas romanos del siglo I no eran la misma gente que los campesinos asediados del siglo IV, igual que la palabra «bárbaro» había cambiado de valor, los cuerpos masacrados y los tanquistas no son la misma gente, aunque tanto unos como otros sean judíos. No son la misma gente porque los masacrados eran inocentes y los tanquistas culpables, los masacrados eran pacíficos y los tanquistas agresores, los masacrados eran víctimas y los tanquistas verdugos… Y esa diferencia es mucho más importante que cualquier afinidad genética o cultural.

En realidad, nunca se agrede a «identidades» nacionales, étnicas o religiosas: desgraciadamente nunca son las identidades las torturadas y destruídas, sino los individuos particulares de carne y hueso, y es el sufrimiento individual, multiplicado por mil o por un millón, no el de ninguna supuesta e inalterable «esencia» colectiva, lo que hace intolerable el crimen.

Sin embargo, yo también tengo una «identidad» colectiva: yo soy descendiente, pariente y nieto de los antifascistas y de las víctimas de la injusticia de todos los países y de todos los tiempos. Ésos son el «grupo» al que yo pertenezco, ésos son «mi pueblo». Las ofensas que han sufrido, son mis ofensas; sus enemigos, son mis enemigos -por eso las víctimas del nazismo son mis abuelos, mis tíos, mis primos y mis hermanos. En ese sentido, yo también soy judío. Igual que son hermanos míos los palestinos «encerrados» en Gaza. En ese sentido, ahora también soy palestino y, por consanguineidad del sufrimiento, los palestinos de Gaza son nietos, hijos, primos y hermanos de todas las víctimas del racismo y de la opresión, incluidos los masacrados en Dachau. Por eso, al pretender usurpar y hacerlos suyos en exclusiva, al privarlos de su significado auténtico, los agitadores del jueves pasado se convirtieron directamente en enemigos de esos muertos.

No, yo no soy un nazi. Si así fuera, sería muy sencillo descalificar mis opiniones sobre la cuestión. Yo no soy racista, ni xenófobo ni antisemita. Lo que duele a los agitadores es que yo no represento a esas ideas, sino que, muy al contrario, mis ideas políticas se sitúan en una tradición vinculada a la izquierda europea (si eso significa algo). Y no soy el único que piensa así. Las sospechas sobre ciertas actuaciones efectuadas en nombre del sionismo empiezan a ser desaprobadas no solamente por los racistas sin escrúpulo ni criterio, sino también por personas decentes y comprometidas exclusivamente con la verdad y la justicia.

Desde un punto de vista intelectual me gusta sentirme heredero de los librepensadores. No pertenezco a partido ni secta: presumo de ser un tipo difícil de encasillar e incómodo para quienes necesitan ver el mundo en términos de blanco o negro, para quienes dicen, a las claras o con insinuaciones, «o conmigo o contra mí».

Aunque quizá, en el fondo, también yo veo el mundo en blanco y negro, en términos de «o conmigo o contra mí»: lo que yo veo es que, por un lado, están los que favorecen la mentira y, por otro, los que buscan la verdad; los que tienen voz y amigos y los que están mudos y solos; los que abusan del poder y la riqueza y los que padecen sus consecuencias -existe una lucha entre unos y otros y hay que tomar partido…

En fin, digo que detesto el maniqueísmo y acabo reconociendo que padezco una variante; digo que estoy vacunado contra las identidades colectivas y acabo descubriéndome una en el corazón… Sí, es posible que, después de todo, yo sea una persona contradictoria, lo cual no impide que algunos de mis argumentos puedan ser lógicamente impecables. Eso me temo que sucede ahora: he manejado un argumento que les duele profundamente a los sectarios: me he atrevido a comparar su comportamiento en el presente con el que la memoria colectiva atribuye a sus verdugos, ¡a insinuar que el comportamiento actual del Estado de Israel con respecto a los palestinos se puede siquiera comparar con el de los nazis respecto de los judíos europeos…! También los radicales vascos me querrían colgar si supieran que los he comparado con los franquistas. Pero hay muchos datos que pueden avalar una y otra acusación.

Para quien quiere conocer la verdad y aprender, no se trata, pues, de cómo soy o dejo de ser, sino de si mis interpretaciones de los hechos son o no justificables.

Decir que «Gaza es un campo de concentración», ¿es acaso una mentira? Y ¿qué palabra reserva nuestra lengua para un lugar acotado y cerrado con alambre de espino, guardado del exterior por fuerzas militares, cuyos residentes no pueden abandonarlo a voluntad y donde la vida discurre en condiciones de penuria?

Si todo eso se ajusta a la verdad, entonces Gaza es quizá el más grande campo de concentración conocido en la historia y administrado en consonancia con su vastedad y complejidad. Y si aceptamos que la memoria colectiva de los israelíes se vincula al destino de las víctimas del nazismo, ¿no podremos concluir que, con todas las reservas que sean necesarias y exija el respeto por los muertos, sus descendientes ocupan el lugar de sus carceleros? ¿Quién es hoy el bárbaro, quién es hoy el nazi?

Durante el trascurso de la clase del pasado jueves se produjo un incidente muy desagradable: un joven con acento argentino que se presentó como periodista repartió entre los presentes copias de una foto que retrataba la masacre humana perpretada por los nazis en los campos de exterminio, tal como se los encontraron los aliados a finales de la Segunda Guerra Mundial. Después procedió a descalificar algunas afirmaciones mías del día anterior que, aunque no había escuchado personalmente, le habían sido trasladadas por una persona asistente. A la descalificación de mis juicios se sumaron las acusaciones de nazi, xenófobo, racista y antisemita.

Quisiera, en primer lugar, pedir disculpas a quienes se tomaron la molestia de acudir a  clase a pesar de las circunstancias poco prometedoras de la fecha para encontrarse con el incidente y la discusión tampoco muy cuerda que le siguió.

En segundo lugar me gustaría defenderme de las acusaciones, describir adecuadamente el incidente y aprovechar la ocasión para concluir mi exposición del día anterior. Este texto, pues, pretende ser, a la vez, un alegato y una lección: corre el peligro de resultar demasiado prolijo para ser un alegato y demasiado conciso para ser una lección.

Sobre la exhibición de las fotos debo decir que me pareció, por encima de todo, una obscenidad innecesaria. Nadie ha dejado de ver de algún modo las imágenes del horror nazi, impresas y reproducidas en una pantalla, con lo cual su aparición no añadía nada a una discusión sensata. Semejantes imágenes siguen hoy y seguirán siempre horrorizando y escandalizando a cualquier persona con entrañas: por eso su uso impertinente es obsceno. Al apelar directamente a las emociones que suscita el impacto de una imágenes tan escalofriantes sólo puede enturbiarse cualquier posibilidad de acercamiento «frío» al tema de fondo: el comportamiento de Israel en el presente. Ésa es una táctica de agitador, no de polemista.

La acusación de que al afirmar que «Gaza es un campo de concentración» yo faltaba el respeto a sus muertos es, además, una insolencia. Esos cadáveres penosamente amontonados, no son sólo sus abuelos: son también, y con el mismo derecho, mis abuelos: no son los muertos de una familia, una religión o de una etnia particular, son los cadáveres de la intransigencia y del nazismo, todos mezclados, judíos en su mayoría, pero también comunistas, homosexuales, gitanos  -y por eso mismo son mis muertos, y los de todos aquellos a quienes repugna la crueldad, la injusticia y la mentira.

Quienes han tenido la idea de poner esas fotos sobre la mesa exhiben , en realidad, la desesperación de quien ve como se esfuma su credibilidad y su crédito. De quien sabe que está perdiendo una guerra ideológica. Yo no soy un nazi: ellos los saben y eso es precisamente lo que les duele.

Volvamos a Roma: también sus ideólogos justificaron durante mucho tiempo su actitud agresiva en nombre de las vejaciones y agresiones sufridas en sus orígenes, «en su infancia», a manos de sus vecinos los samnitas, los sabinos o los etruscos, o de gente venida aún de más lejos, como los celtas. Pero ése es un argumento bajo y mistificador: es lo mismo que pretender que la exhibición de los cuerpos masacrados de los judíos justifica la imagen de otra foto que aparecía en la prensa de aquel mismo día y que mostraba a los tanques israelíes irrumpiendo en las calles de un villorrio palestino. ¿Es que la exhibición de una foto de hace cincuenta años justifica de una u otra forma la de la actualidad? Bien, es posible que una foto explique la otra, y esto engarza directamente con la argumentación que dio pie a todo este follón. El hecho de que comportamientos actuales pueden justificarse sobre agravios del pasado sólo puede hacerse dando por sentado algo que yo sólo me atreví a sugerir como una condición, como una hipótesis de trabajo: la de que un «grupo» humano (el «pueblo») actúa como una consciencia única y global, perdurable e ininterrumpida, cuya historia colectiva es comparable con la biografía individual. Y eso sólo puede darlo por sentado quien es víctima de una visión «mítica» de una colectividad: igual que los romanos del siglo I que creían hacer legítimamente la guerra en nombre de los que cuatro siglos antes fueron víctimas de sus agresores «bárbaros». El pueblo romano seguía pensando que hacía la guerra a los mismos «bárbaros» que aniquilaron a sus antepasados, aunque un historiador de la época, Cornelio Tácito, se daba cuenta de que si a alguien se parecían los bárbaros a los que Roma diezmaba era precisamente a sus propios antepasados indefensos, y de que la palabra «bárbaro» ya no significaba extranjero, sino agresor. Según esa nueva definición, los «bárbaros» eran ahora los romanos.

Pues bien, igual que los imperialistas romanos del siglo I no eran la misma gente que los campesinos asediados del siglo IV, igual que la palabra «bárbaro» había cambiado de valor, los cuerpos masacrados y los tanquistas no son la misma gente, aunque tanto unos como otros sean judíos. No son la misma gente porque los masacrados eran inocentes y los tanquistas culpables, los masacrados eran pacíficos y los tanquistas agresores, los masacrados eran víctimas y los tanquistas verdugos… Y esa diferencia es mucho más importante que cualquier afinidad genética o cultural.

En realidad, nunca se agrede a «identidades» nacionales, étnicas o religiosas: desgraciadamente nunca son las identidades las torturadas y destruídas, sino los individuos particulares de carne y hueso, y es el sufrimiento individual, multiplicado por mil o por un millón, no el de ninguna supuesta e inalterable «esencia» colectiva, lo que hace intolerable el crimen.

Sin embargo, yo también tengo una «identidad» colectiva: yo soy descendiente, pariente y nieto de los antifascistas y de las víctimas de la injusticia de todos los países y de todos los tiempos. Ésos son el «grupo» al que yo pertenezco, ésos son «mi pueblo». Las ofensas que han sufrido, son mis ofensas; sus enemigos, son mis enemigos -por eso las víctimas del nazismo son mis abuelos, mis tíos, mis primos y mis hermanos. En ese sentido, yo también soy judío. Igual que son hermanos míos los palestinos «encerrados» en Gaza. En ese sentido, ahora también soy palestino y, por consanguineidad del sufrimiento, los palestinos de Gaza son nietos, hijos, primos y hermanos de todas las víctimas del racismo y de la opresión, incluidos los masacrados en Dachau. Por eso, al pretender usurpar y hacerlos suyos en exclusiva, al privarlos de su significado auténtico, los agitadores del jueves pasado se convirtieron directamente en enemigos de esos muertos.

No, yo no soy un nazi. Si así fuera, sería muy sencillo descalificar mis opiniones sobre la cuestión. Yo no soy racista, ni xenófobo ni antisemita. Lo que duele a los agitadores es que yo no represento a esas ideas, sino que, muy al contrario, mis ideas políticas se sitúan en una tradición vinculada a la izquierda europea (si eso significa algo). Y no soy el único que piensa así. Las sospechas sobre ciertas actuaciones efectuadas en nombre del sionismo empiezan a ser desaprobadas no solamente por los racistas sin escrúpulo ni criterio, sino también por personas decentes y comprometidas exclusivamente con la verdad y la justicia.

Desde un punto de vista intelectual me gusta sentirme heredero de los librepensadores. No pertenezco a partido ni secta: presumo de ser un tipo difícil de encasillar e incómodo para quienes necesitan ver el mundo en términos de blanco o negro, para quienes dicen, a las claras o con insinuaciones, «o conmigo o contra mí».

Aunque quizá, en el fondo, también yo veo el mundo en blanco y negro, en términos de «o conmigo o contra mí»: lo que yo veo es que, por un lado, están los que favorecen la mentira y, por otro, los que buscan la verdad; los que tienen voz y amigos y los que están mudos y solos; los que abusan del poder y la riqueza y los que padecen sus consecuencias -existe una lucha entre unos y otros y hay que tomar partido…

En fin, digo que detesto el maniqueísmo y acabo reconociendo que padezco una variante; digo que estoy vacunado contra las identidades colectivas y acabo descubriéndome una en el corazón… Sí, es posible que, después de todo, yo sea una persona contradictoria, lo cual no impide que algunos de mis argumentos puedan ser lógicamente impecables. Eso me temo que sucede ahora: he manejado un argumento que les duele profundamente a los sectarios: me he atrevido a comparar su comportamiento en el presente con el que la memoria colectiva atribuye a sus verdugos, ¡a insinuar que el comportamiento actual del Estado de Israel con respecto a los palestinos se puede siquiera comparar con el de los nazis respecto de los judíos europeos…! También los radicales vascos me querrían colgar si supieran que los he comparado con los franquistas. Pero hay muchos datos que pueden avalar una y otra acusación.

Para quien quiere conocer la verdad y aprender, no se trata, pues, de cómo soy o dejo de ser, sino de si mis interpretaciones de los hechos son o no justificables.

Decir que «Gaza es un campo de concentración», ¿es acaso una mentira? Y ¿qué palabra reserva nuestra lengua para un lugar acotado y cerrado con alambre de espino, guardado del exterior por fuerzas militares, cuyos residentes no pueden abandonarlo a voluntad y donde la vida discurre en condiciones de penuria?

Si todo eso se ajusta a la verdad, entonces Gaza es quizá el más grande campo de concentración conocido en la historia y administrado en consonancia con su vastedad y complejidad. Y si aceptamos que la memoria colectiva de los israelíes se vincula al destino de las víctimas del nazismo, ¿no podremos concluir que, con todas las reservas que sean necesarias y exija el respeto por los muertos, sus descendientes ocupan el lugar de sus carceleros? ¿Quién es hoy el bárbaro, quién es hoy el nazi?

 
https://www.culturamas.es/blog/2018/03/05/el-carillon-de-los-vientos-de-ricardo-martinez-llorca/

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