'La gatera', de Muriel Villanueva

La gatera

Muriel Villanueva

Navona
Barcelona, 2018
197 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca / Fuente: Tan alto el silencio

Hay una inevitable literatura del yo, que es la elegíaca. Pero si en lugar de optar por esa versión del duelo, uno se centra en el dolor puro y duro, sin concesiones a otra cosa que no sea el realismo, lo que sucede es la abominación. Ese es el objetivo de este libro que a medida que uno avanza en su lectura, va sintiéndose más cercado por la oscuridad y considerando que de haber empezado el libro con la misma pegada con que escribe el último tercio, Muriel Villanueva (Valencia, 1976) hubiera escrito una de esas obras maestras que se leen con sudor. Su talento para la literatura termina por ser descomunal. Pero para ello comienza, eso sí, con algo cercano: una chica joven se desplaza al piso de sus tíos para comenzar sus estudios universitarios. El piso es, en realidad, dos pisos contiguos. Decide alquilar uno de ellos y junto al artista que será su vecino comienzan a cavar una gatera que comunique los dos pisos, lo bastante baja y ancha como para que pase un gato. El gato, lo decimos sin descubrir nada de todo el secreto que contiene esta novela, es también metáfora. Así pues, nos hallamos ante una narradora con una voz de aliento corto, al estilo Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre en centeno.

Sin embargo, no pasarán muchas páginas antes de que percibamos que hay algo más profundo. La intriga llega antes que la resolución. Esa literatura del yo, de frases breves, parece estar más cerca de todas las sensaciones que emanan de En busca del tiempo perdido que de Salinger. El enamoramiento de un tipo de treinta y cuatro años que todavía está cursando su grado universitario, nos hace sospechar hasta qué punto ella mira y refleja la realidad, o mira y refleja el deseo. Se menciona el accidente, el episodio, y comprobamos que se trata de una persona que se ha construido su propio mundo, que lo ha imaginado. Los datos que exhibe, eso sí, son realistas. Pero está absolutamente sola y no rumia ni rencor ni desconsuelo. ¿Cómo consigue alguien así que se impongan las ganas de vivir? Apenas se menciona otro trato que no sea con su novio y con su vecino, dos especies de proyecciones, de ficciones, construidas sobre personas reales, que le sirven para no caer en la melancolía.

Vamos descubriendo que hay un trauma y que tiene que ver con desapariciones de gente importantes en su vida. Como deja el lenguaje en los huesos, no interviene en nuestra apreciación anclándola: en vez de leer, intuimos. El manejo del lenguaje es como el de los colores, que tan bien manipula la autora y que reduce a una paleta de básicos, cada uno con su significado simbólico. Entre el piso y los estudios, se intercalan los sueños, que es donde aparece el trauma. La solución es la gatera, que comunica su piso con el de Ricard, el vecino, que tiene el mismo nombre que el hermano de la protagonista, de quien apenas sabemos nada, como si se hubiera diluido en el aire. Todo es, en realidad, una lucha por mantener la cordura. Hay un trance que nos llevaría hasta allí, uno de esos episodios casi imposibles de tragar, de integrar o de superar. No digamos de olvidar, que es la maquinaria que ella pone en marcha para sortearlo. Pero uno no puede negar el dolor sin dejar de sentirse culpable. La sociedad ha inventado una serie de ritos que conducen a sanar las pérdidas, aunque muchos prefieren inventar sus propias estrategias. Hasta ahí llegamos desde el realismo social, básico y juvenil, y culto, con que empieza la novela, una sorpresa que no podemos dejar de recomendar.

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