Papel y lápiz

GASPAR JOVER POLO.

La fijación de las ideas por escrito ha tenido en el papel y el lápiz un mecanismo fácil que no se puede subestimar en defensa de procedimientos más recientes y tecnológicos. Ha funcionado y sigue funcionando en situaciones en las que sistemas mucho más sofisticados pueden resultar aparatosos y superfluos. Sí, reconozcamos que se trata de un mecanismo elemental en comparación con el ordenador, la impresora láser, el fax, que no presenta las mismas posibilidades de fijación del texto; pero también que todavía puede ser útil en determinadas ocasiones y que, sobre todo, podemos estar seguros de que el resultado es prácticamente infalible después de tantos años de comprobación en la actividad del día a día. Tal vez llegue un momento en que podamos vivir en el fondo del mar, por debajo de la superficie terrestre o en las lejanas galaxias donde con sólo pulsar un botón, o solamente con la intención de pulsarlo, se materialice la mayor parte de las alternativas; pero, hasta entonces, sería una buena opción dejar algún espacio para lo que ha funcionado con éxito.

El rudimentario carboncillo protegido por el cilindro de madera nos proporciona cierta seguridad cuando se trata de apuntar con rapidez. El jarro de agua, la aguja de coser, la bicicleta, el paseo por el campo, la seguridad social y el papel y el lápiz son algunas de las conquistas, todavía vigentes, que han sobrevivido a los cambios de época y que, por tanto, es probable que nos puedan servir. Vivimos tentados de echar todo al deshecho, a la alcantarilla, a la nada, con un criterio de selección que sólo atiende a la edad del procedimiento: nuevo/viejo; moderno/antiguo. Estamos en una revolución permanente en el campo de la técnica con el objetivo principal de hacer crecer el consumo. Lo que vale es sólo lo más reciente y lo que incorpora los últimos descubrimientos. Y, por este camino un tanto desenfrenado, corremos el riesgo de anular lo válido o, lo que es peor, podemos sobrevalorar lo insignificante.

La revolución es permanente en el plano puramente técnico. Pero el ritmo frenético en el progreso es tan útil como los pasos firmes, como los mecanismos que llevan el regusto de lo familiar. Una libreta y un lápiz caben en cualquier sitio y cumplen varias funciones de importancia. La recta torcida y la circunferencia deficiente son también obras humanas: tanto como el tachón que parece inevitable cuando se trata de escribir a mano. Bajo la caligrafía irregular han surgido importantes hallazgos para la vida del colectivo: poemas, fórmulas matemáticas, composiciones musicales. Y, además, este rudimentario procedimiento de fijación presenta la ventaja de que permite la supresión de parte del texto o de todo el texto si añadimos el borrador al equipo. El contacto de la madera en los dedos al apretar con mimo y la luz fulgurante de la hoja de papel cuando todavía está en blanco, si se posee un temperamento sensible, son otras de las ventajas de este procedimiento.

Nuestro campo de visión es amplio y crece siempre, puede ser inacabable por poco que nos lo propongamos; los gustos son variados; las conquistas técnicas no siempre echan por tierra lo ya visto. Y, para la introspección sin urgencias, nada más apto que un simple lápiz y un trozo de papel. En el espacio hogareño, al frente de la mesa camilla, un escalofrío silencioso con la liberta sobre la mesa y el lapicero afilado en la punta de carbón. La idea que fluye poderosa casi siempre llega o se aclara cuando nos encontramos menos preparados, cuando no tenemos a nuestra disposición todos los medios o cuando el sistema electrónico no funciona correctamente, y, en estos casos, quizás tengamos cerca un lapicero. Ya estoy sentado, ya estoy escribiendo. Ya tengo escrito lo esencial y me quedo tranquilo porque la ocurrencia del momento ha sido fijada y ya no se puede diluir en el continuo movimiento de las ideas, en las constantes idas y venidas de la memoria. Ya estoy completamente seguro de que, poco después, podré desarrollarla, fijarla, reproducirla sobre un soporte mucho mejor.

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