Luis Buñuel en la villa de Sax

 
Por Gaspar Jover Polo.
Por aquellos años de la Transición, Franco estaba todavía vivo aunque ya seriamente impedido. A pesar de mis pocos años, recuerdo perfectamente los acontecimientos políticos y sociales que por entonces eran comunes y que hoy, sin embargo, aunque no hayan desaparecido del todo, sí que se han reducido y moderado: las protestas en las universidades, las sentadas, las manifestaciones; y recuerdo, sobre todo, al aguerrido grupo de luchadores antifranquistas que se conservaban todavía con buena salud y con un envidiable nivel de participación en la vida pública. Todos los supervivientes de la Guerra Civil, ya muy veteranos, contagiaban al resto su gran ilusión, haciendo también historia, aunque reciente, en la vida de nuestra localidad. Veían por fin acercarse la hora del cambio, la restauración de las libertades que habían sido cercenadas con la derrota de la República, y con ellas, la ebullición cultural que al principio de los años 30 y durante la guerra reinaba en España.
Durante aquellos años de la Transición, los 70, la actividad política y cultural en mi pueblo fue tan interesante y casi tan intensa como en tiempos de la República, ya fuera en el local de los comunistas, en el local que llamábamos el “Cuerno”, en las asambleas del Hoyo o en otros centros de reunión y de participación. Las sesiones de cineclub se realizaban entre semana y contaban con una participación notable. Es decir, un ambiente general en que los acontecimientos futuros, los cambios radicales que nos llevarían no se sabía dónde pero que acabarían en meses con la gris y monótona existencia de la dictadura, se esperaban con interés dramático; unos momentos en que la tensión, y también la incertidumbre, y la curiosidad general resultaban excepcionales.
Recuerdo con añoranza algunas de estas reuniones en las que se entremezclaba cultura y política, y también las noches de cine con los coloquios que venían después de las proyecciones. Con envidia, reconstruyo por medio de la memoria la primera vez que vi alguna de esas películas y la sorpresa y el entusiasmo que me produjeron por aquellos días. Alguna de esas películas nos anunciaba la existencia de alternativas, de nuevas posibilidades para el pensamiento y para el arte, de un mundo si no feliz, desde luego deslumbrante por su riqueza y novedad. En la pantalla reducida de los locales improvisados que servían de cineclub, conocimos las obras del profundo Bergman y las obras de Fellini, el imaginativo, El gran dictador, etc. Obras de arte que en ocasiones habían atravesado con dificultades la frontera, y que, por caprichosos conductos y con sacrificios y temores, habían llegado hasta el pueblo de Sax.
Una tarde-noche entré en una de esas sesiones con la intención de ver cine del bueno, y, como casi siempre, no sabía qué película se proyectaba. El local estaba en lo que hoy es el bar del Chanico, aproximadamente, una sala pequeña pero completamente abarrotada, también como de costumbre. Los que llegábamos tarde teníamos que colocarnos de pie en el pasillo, arrimados contra la pared durante toda la sesión. En esos momentos aparecían sobre la pantalla, luego supe que se trataba de los primeros fotogramas de la cinta, dos individuos mal vestidos y peor afeitados, en el papel de mendigos, que caminaban por el margen de una carretera secundaria. Iban de peregrinos camino de Santiago y ningún automóvil quería detenerse a recogerlos a pesar de que hacían señales de stop. De repente -no se oía ni se veía demasiado bien aquella tarde la película-, por el mismo margen de la carretera los mendigos se cruzaron con un hombre maduro, alto y elegante, que llevaba sombrero y capa corta a la antigua. Se paró ante ellos y comenzó a hablarles sobre el sonido de fondo de los automóviles cruzándose a toda velocidad. Uno de los mendigos le extendió la mano en señal de amparo. El caballero le preguntó al mendigo si no tenía dinero y cuando éste le respondió que no llevaba ni una sola moneda, añadió con tono siempre autoritario: “Pues no te daré nada. Nada en absoluto”. A continuación, miró hacia el otro mendigo. Apercibido y astuto, éste se apresuró a contestarle que él sí tenía algunas monedas en el bolsillo y, para que no hubiera duda, se las mostró al instante. Entonces el caballero sacó con gesto magnánimo unos billetes de su cartera y se los entregó al segundo mendigo añadiendo: “Entonces te daré mucho más”.
Los dos compañeros de viaje se volvieron, después de contar el dinero, para ver alejarse a aquella especie de milagrosa aparición que se había portado tan espléndidamente. El caballero seguía avanzando por el margen de la carretera con el mismo empaque; pero, ahora, ¡demonios!, a su lado, caminaba un enano salido de la nada que, poco después, sacaba de su chaqueta una paloma blanca. Y la lanzaba al aire.
Afirmé la espalda contra la pared dispuesto a seguir afrontando a lo largo de la proyección los siguientes golpes, las demoledoras ocurrencias que podían sucederse, sin que se me notara demasiado la conmoción. ¿Qué osadía era aquella? ¿Cómo se podía rodar con tanta naturalidad en contra de las más elementales normas de la verosimilitud? Estaba claro que aquel genio perverso podía saltarse sin pudor todas las convenciones y las costumbres, los usos no pactados que caracterizaban el cine, al menos el cine que yo conocía. Fui consciente de que entraba de repente y sin previo aviso en el conocimiento de una de la más raras películas que habíamos visto el conjunto de los allí reunidos. Luego, durante el coloquio, me enteré de que se trataba de La vía láctea, de una de las más famosas películas de Luis Buñuel, el director español.

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