Sobre el asombro

Por Pablo Agudo.

Y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir “existir”.
P. Sartre. La Náusea

Se trataría de desandar lo andado, de llevar a cabo un ejercicio de “des-comprensión”, de olvido sistemático. Se trataría de desnudar lenta y concienzudamente el mundo, despojarlo de palabras, de categorías, de todo aquello que en él nos resulta familiar y cotidiano, para acceder a “la verdad erguida en medio”: la verdad de lo insólito, de lo prodigioso, la verdad del asombro. Se trataría, en definitiva, de volver a ver el mundo por primera vez.

En el primer libro de su Metafísica, Aristóteles señala el thauma– el asombro – como el origen del conocimiento y la filosofía. Filósofo es aquél que comprende la excepcionalidad de la realidad, quien queda absorto ante lo inaudito y lo misterioso de la existencia. El sabio es aquél que es capaz de mirar el mundo por primera vez a cada instante:

(…) en efecto, los hombres – ahora y desde el principio – comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante las cosas de mayor importancia, por ejemplo, las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros, y ante el origen del Todo.

El asombro comporta una ruptura con el mundo, una escisión, un sentimiento de radical extrañeza ante la realidad. El filósofo se comporta como un actor que, en mitad de la representación se detiene y, estupefacto, comienza a preguntase qué es el lugar en el que se encuentra y cómo ha llegado hasta ahí. Sólo la familiaridad con una representación que no comprende ha impedido que la escisión se haya producido antes, pero una vez que se ha detenido y tomado conciencia de sí y de cuanto le rodea, la duda y la fascinación irrumpen con violencia. La proximidad a una realidad de suyo insólita oculta su carácter extraño e incomprensible, pero para aquél que sabe mirar, su misterio permanece intacto. El ser humano, dice Gracián, llega al mundo tan paulatinamente que cuando es capaz de conocer y admirar, lo místico y extraño del mundo – el mundo mismo – queda oculto ante sus ojos. En su obra El Criticón, Critilo  expresa su admiración por Andrenio, quien, al salir un día de la cueva en la que nació y vivió, es capaz de contemplar el mundo por primera vez y asombrarse como si acabase de llegar a él:

¡Oh, lo que te envidio – exclamó Critilo – tanta felicidad no imaginada! Privilegio único del primer hombre y tuyo: llegar a ver con novedad y con advertencia la grandeza, la hermosura, el concierto, la firmeza y la variedad desta gran máquina criada. Fáltanos la admiración comúnmente a nosotros, porque falta la novedad, y con ésta la advertencia. Entramos todos en el mundo con los ojos del ánimo cerrados, y, cuando los abrimos al conocimiento, ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas  que sean, no deja lugar a la admiración. Por eso los varones sabios se valieron siempre de la reflexión, imaginándose llegar de nuevo al mundo, reparando en sus prodigios, que cada cosa lo es, admirando sus perfecciones y filosofando artificiosamente.

El sabio actúa como Andrenio, siendo capaz de tomar distancia del mundo en el que vive para volver a verlo con los ojos desnudos. Igual que la alegoría de Gracián, el mito platónico de la caverna no es sino una invitación a salir de la oscuridad de un mundo reducido a sombras para abrir los ojos a la luz cegadora de la realidad. El sabio vive en esta fascinación permanente, en un “?!” continuo e intransitivo.

El asombro, en su extremo, no sólo se produce ante el modo de ser de las cosas, sino por el propio hecho de que las cosas sean. El intelecto no se ve ya abrumado por un carácter particular de la realidad, sino por la realidad misma, en su forma más abstracta y vacía. “¿Por qué la realidad?” “¿Por qué el ser y no la nada?” Esta cuestión, explicitada por Leibniz, pero tratada ya mucho antes que él, es tal vez la expresión más radical y enérgica del asombro. Da cuenta de la violenta fascinación de quien contempla el mundo, preso de una extrañeza que lo aturde e inhabilita. La mesa, los árboles, las montañas a lo lejos…¿por qué todas estas cosas existen? ¿Por qué existe algo siquiera?

Todo el mundo ha sentido alguna vez cómo una palabra familiar le resulta de pronto extraña y absurda, hasta parecer ridícula su propia pronunciación. En este fenómeno, conocido como agotamiento semántico, una palabra hasta entonces empleada de manera automática e irreflexiva, se convierte en objeto de reflexión para aparecer como un conjunto de sonidos aleatorios y sin sentido. El asombro es la extensión de este súbito sentimiento de extrañeza al propio mundo, a la realidad misma. La propia existencia – sentida en la experiencia cotidiana como algo familiar, inmediato y ordinario – se torna entonces en algo tan extraño y absurdo que llega a provocar una náusea o una carcajada.

En el asombro la realidad se torna extraña a los ojos, incomprensible y sobrecogedora. En la contemplación extática el mundo readquiere un esplendor misterioso y sagrado, aquél con el que resplandece todo aquello que, pudiendo ser pensado como no existente, sin embargo, existe. La sola presencia de algo que podría no existir – una mesa, unas flores o un vaso de cristal – se presenta ante la conciencia con la fuerza de una alucinación. Todo cuanto en la experiencia cotidiana se percibe como irrelevante, desde el objeto más irrisorio hasta el acto más insignificante, adquieren en el asombro una dimensión trascendental, la extraordinaria gravedad de lo que existe. El carácter inexplicable y misterioso del mundo recupera entonces su dimensión sagrada y enigmática. “Todo es santo” le dice el centauro a Jasón en Medea: “Todo es santo…No hay nada de natural en la naturaleza. Cuando la naturaleza te parezca natural, todo habrá terminado. Adiós cielo, adiós mar…” La realidad refulge en el asombro con su belleza íntima, con la belleza de lo que es, de lo que inexplicablemente existe.

“Es así como deberíamos ver” señala Aldous Huxley en su ensayo Las Puertas de la Percepción, en el que describe su experiencia con el LSD, bajo cuyos efectos contempla un mundo “más real” y más “puro” que el mundo que presenta la contemplación ordinaria. Según Huxley, la experiencia cotidiana sería el producto de un proceso de depuración realizado por el propio organismo con el fin de habilitar su operatividad. Si el ser humano contemplase las cosas tal como son, quedaría inhabilitado, asombrado por su mera existencia, entregado al éxtasis de la contemplación. La razón de que el acceso a este mundo extático nos esté vedado o limitado a ciertos instantes de éxtasis obedece a una razón puramente evolutiva. La vida hubiese sido inviable en tal estado de arrobamiento místico.

La función del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos, por esta masa de conocimiento en gran parte inútiles y sin importancia, dejando fuera la mayor parte de lo que de otro modo percibiríamos o recordaríamos en cualquier momento y admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos prácticamente útil. (…) En la medida en que somos animales, lo que nos importa es sobrevivir a toda costa. Para que la supervivencia biológica sea posible, la Inteligencia Libre tiene que ser regulada mediante la válvula reducidora del cerebro y del sistema nervioso. Lo que sale por el otro extremo del conducto es el insignificante hilillo de esa clase de conciencia que nos ayudará a seguir con la vida en la superficie de este planeta.

Para Huxley, el mundo develado en la experiencia del ácido es más real e inmediato que el mundo familiar y neutralizado de la experiencia cotidiana. Bajo sus efectos es posible acceder y contemplar la enigmática belleza de la existencia misma:

Continué en la contemplación de las flores y, en su luz viva, creí advertir el equivalente cualitativo de la respiración, pero de una respiración sin retorno al punto de partida, sin reflujos recurrentes, con sólo un reiterado discurrir de una belleza a una belleza mayor, de un hondo significado a otro todavía más hondo. Me vinieron a la mente palabras como Gracia y Transfiguración y esto era, desde luego, lo que las flores, entre otras cosas, sostenían. Mi vista pasó de la rosa al clavel y de esta plúmea incandescencia a las suaves volutas de amatista sentimental que era el iris. La Visión Beatífica, Sat Chit Anada, Ser-Conocimiento.(…) “Es así como deberíamos ver”, decía una y otra vez, mientras miraba mis pantalones, los enjoyados libros de los anaqueles o las patas de mi silla. “Así es como deberíamos ver; así son realmente las cosas”.

Huxley sitúa esta “visión beatífica” en el origen de expresiones artísticas que retratan objetos o escenas “anodinas”, realidades aparentemente triviales a la luz de una percepción ordinaria, pero absolutamente fascinantes a los ojos de un artista o de una persona entregada al asombro. La silla de Van Gogh o los bodegones de Morandi son ejemplos de obras de arte nacidas de la necesidad de plasmar y materializar la fascinación por lo que simplemente existe. Bajo esta luz enigmática, una silla, una botella o unas simples tazas, adquieren un carácter sobrenatural.

En su novela La Náusea, Sartre describe en primera persona cómo un día, mientras se halla sentado en el banco de un parque contemplando un árbol, adquiere súbita y clara consciencia de la existencia. De pronto, el árbol que mira no es ya “un árbol”, sino una masa informe e indiferenciada ajena a cualquier conceptualización abstracta. Siente cómo los significados de las cosas se desvanecen con las palabras, descubriendo aquello que precisamente ocultaban: su existencia bruta, su puro y simple existir.

Y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar esverde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; de ordinario, la existencia se oculta. (…) Aun mirando las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me presentaban como un decorado. Las tomaba en mis manos, me servían como instrumentos, preveía sus resistencias. Pero todo esto pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía que se agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría abstracta; era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada con existencia. O más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena.

El testimonio de Sartre constituye un caso excepcional de un sujeto poseído por el asombro. En este caso la visión sobreviene de improviso, el pasmo se apodera súbitamente del filósofo y le paraliza. Las palabras se diluyen, la individuación, el número, el arriba y el abajo, todo se desvanece para desvelar la íntima evidencia de la realidad: su existencia desnuda, su ser. La sensación de extrañeza experimentada ante esta existencia será tan radical que estará dominada por la sensación que dé nombre a la novela: la náusea.

Si en la experiencia de Sartre el objeto de asombro es el mundo exterior, aquello que existe “ahí fuera”, el asombro puede darse igualmente ante la propia existencia del yo. No es ya el mundo lo que se descubre como existente, sino el propio sujeto que contempla y reflexiona. El asombro no surge ante la existencia del mundo, sino ante la irrecusable claridad de la existencia propia, comprendida hasta entonces con la irrealidad una ficción. En El libro del desasosiego Pessoa describe cómo un día, súbitamente – igual que en la experiencia que describe Sartre – adquiere nítida consciencia de su existencia, cómo de pronto, en mitad de su vida, se encuentra a sí mismo existiendo:

De repente, como si un destino quirúrgico me hubiese operado de una ceguera antigua con un fulgurante resultado, levanto la cabeza de mi vida anónima, hacia el conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de haber conseguido no ver. Me extraño de lo que fui y que, al final, veo que no soy. (…) Es tan difícil describir lo que se siente cuando se siente que realmente se existe, y que el alma es una entidad real, que no sé cuáles son las palabras que puedan definirlo. No sé si tengo fiebre, como sospecho, o si dejé de tener fiebre como durmiente de la vida. Sí, repito, soy como el viajante que, de pronto, se encuentra en un pueblo extraño, sin saber cómo ha llegado hasta allí. He sido otro durante mucho tiempo – desde el nacimiento y la consciencia – y despierto ahora en medio de un puente, asomado al río y sabiendo que existo más firmemente de lo que he venido creyendo hasta ahora.

Igual que el actor asombrado, Pessoa se enajena repentinamente de su representación – su “vida anónima” – para percatarse, con una evidencia jamás experimentada, de que existe. La evidencia de la existencia, oculta en la experiencia cotidiana, queda ahora al descubierto con abrumadora claridad. “De ordinario, la existencia se oculta”, dice Sartre. El ser del mundo y del yo quedan ocultos bajo la familiaridad y cotidianidad de las palabras, de las categorías, sin las cuales cualquier acción sería imposible, pues cualquier acto deviene insignificante ante el deslumbramiento de lo existente.

La vida transcurre en un estado de inconsciencia, ajena al misterio y la fascinación de la realidad. “No saber de uno mismo es vivir”, afirma Pessoa. El filósofo es aquél que despierta del letargo de sombras que constituye la experiencia cotidiana para ver, deslumbrado, el exterior de la caverna, la luz cegadora del mundo en su pureza. El asombro restituye el misterio y el enigma del mundo. Tras un momento de fascinación extática, el mundo no vuelve a contemplarse como algo “mundano”, ni la naturaleza como algo “natural”. De ahora en adelante aparecerán ante la mirada como lo que son, realidades insólitas, misteriosas y fascinantes. Asombrarse significa volver abrir los ojos por primera vez para ver, con implacable evidencia, todo lo que en el mundo hay de extraño e incomprensible: el mundo entero.

«Y la mañana pesa.
Vibra sobre mis ojos,
Que volverán a ver
Lo extraordinario:
Todo».

Jorge Guillén
Cántico

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