Les garçons sauvages (The Wild Boys) (2017), de Bertrand Mandico – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.
Por las imágenes pasan el Conrad de Lord Jim, Nostromo, La línea de sombra, el Wells de La isla del Dr. Moreau, el Verne de La isla misteriosa maquillado por Hergé y erotizado por Guido Crépax, o Un capitán de 15 años, los mares del sur de Stevenson, las aventuras de Salgari dibujadas por Manara, pero también está el cine, está Cocteau y el surrealismo visual de la avant-garde, está Maddin presente en la puesta en escena vaporosa, etérea, superpuesta, de las imágenes; también resuenan las reminiscencias del Querelle de Fassbinder, el guiño inicial a Kubrick y el homenaje macabro a Álex y sus drugos con la presencia de Jean Louis y sus amigos, herederos, o quién sabe si antecesores, de los sádicos y violentos protagonistas de La naranja mecánica. Probablemente tanta referencia, tanto estímulo visual y literario, lastre los notables resultados del  primer largometraje del director francés; conocido y reconocido por su libertario modo de exponer sus narraciones en el corto y mediometraje; provocando en el espectador una sucesión de referencias que, en vez de ampliar el espectro imaginativo lo limita por su constante conexión con obras del pasado,  pero donde radica la importancia extrema de la película es en su mensaje marcadamente feminista, su reivindicación para que el futuro sea mujer, para que la ira y la rabia se domen desde un punto de vista femenino pasando a transformarnos en seres pensantes, dulces, pacientes pero también fuertes, inflexibles, libres e iguales. Un futuro de mujer donde los genitales masculinos terminarán cayendo, como fruta madura, para dar lugar a una nueva sexualidad.
La androginia, el polimorfismo sexual, el erotismo sugerido antes que mostrado, cuenta con un elemento a su favor que denota la facilidad de Mandico para transgredir los roles y las ideas sociales predominantes. Les garçons sauvages no dejan de ser cinco adolescentes a los que, pese a su educación y origen elitista, les puede su espíritu libertario, su oposición a cualquier tipo de autoridad, pero también su abuso del débil, su gusto por la violencia, su apasionado éxtasis colectivo haciendo sufrir para obtener placer. Como grupo, siempre hay un líder y un escalón más débil, arrastrado a esa vorágine por su imposibilidad de hacer valer su voluntad, pero donde Mandico consigue transmitir con facilidad el atractivo sexual de la historia es en la elección del reparto, los cinco chicos del grupo son interpretados por cinco mujeres a las que, los efectos de maquillaje, ocultan su evidente feminidad, recreando una masculinidad andrógina que favorece la evolución posterior de todos ellos hacia su rol de mujeres de manera creíble para que el cuento, porque la historia no deja de ser el cuento de un viaje iniciático a la búsqueda de una identidad más acorde con lo que la sociedad admite de sus individuos, avance y convenza. Utilizando mujeres para roles masculinos el director no hace sino lanzar su mensaje de cambio, la necesidad de que, constatada la absoluta incapacidad del hombre para encargarse del progreso social, sean las mujeres las que tengan que tomar el relevo para, desde su sensibilidad, modificar el orden preestablecido en espera, y en la esperanza, de conseguir un mundo mejor, un cambio que llega desde la ciencia y desde la propia concienciación masculina de que es el hombre el culpable del mal.
La película respeta la estructura clásica platónica; presentación, nudo y desenlace. Un relato cerrado donde la metamorfosis hace acto de presencia, pero no a la manera de Ovidio o de Kafka, sino como evolución hacia una persona mejor y, en definitiva, un mundo mejor de hombres y mujeres mirándose a los ojos frente a frente, y en el que marineros y marineras de torso desnudo no implicarán un componente sexual, sino una evolución pansexual hacia el conocimiento de todas las posibilidades del género humano encarnadas en un solo ser, hombres transformados en mujeres para educar a otros hombres. El estilo, la puesta en escena de Mandico, rompe con los cánones habituales; si la estructura del relato es clásica, la imagen y la forma de presentarla no lo es; y sí, Guy Maddin puede ser el referente temporal más cercano para que el espectador pueda tomar sus referencias visuales, pero la superposición de imágenes, el engrandecimiento de unas figuras para remarcar el empequeñecimiento de otras en momentos puntuales, el blanco y negro salpicado en contadas ocasiones con un color efímero, también nos enlazan con los orígenes del cine soviético, con Kuleshov, con Vertov, con Kalatozov, indudablemente mezclados por la introducción del surrealismo de un Cocteau, un Dulac, un Duchamp, un Man Ray; pues si para estos últimos los objetos emprenden un movimiento como si estuvieran dotados de conciencia, en Mandico es la naturaleza, plantas y minerales, la que cobra vida, se antropomorfiza, para dar placer, o recibirlo; plantas con forma fálica que alimentan con su contenido, plantas con forma de pierna femenina que invitan al sexo, piedras que se mueven como si fueran el rostro de una persona que representa odio y deseo por partes iguales.
Asistimos a una historia de reeducación victoriana, iniciada con un enigmático fuego de artificio rodeado de violencia, la película se transforma en un largo flash-back que nos cuenta la caída en desgracia del grupo de jóvenes tras un suceso donde una profesora, corruptora-corrompida musa de todos ellos, enmascarados y temibles hijos del maíz, en una escena digna de la mente de Sacher-Masoch y Donatien Alphonse de Sade, provocan la muerte de la mujer, hecho que supone la culminación de una depravación largamente anunciada en sus años previos y que hace que los padres, dignos representantes de la clase dirigente, preocupados más por su propia reputación que por el origen de esa violencia innata, contraten los servicios del «Holandés», el «Capitán» whitmaniano y conradiano, con poco de «Corto Maltés» y mucho de negrero bien pagado, dueño temporal y bien pagado, de este grupo de «Justines» sometidas por cadenas, cuerdas y maltrato, quien debe conseguir modificar y dulcificar ese carácter agresivo, violento, antisocial, de sus hijos. La singladura se transforma en una barca de Caronte con Cerbero incluido, donde la presencia de la muerte va dando paso a una regeneración mediante la transexualidad y la extensión de lo erógeno a cualquier parte del cuerpo abandonando la dictadura de la falocracia, y en la que, quien queda a medio convertir, tiene la opción de permanecer en esa isla misteriosa a la espera de la metamorfosis regeneradora, o transformarse, como un nuevo Renfield, en el sirviente de Severin(e), el/la científica/o que ha asumido la misión de regenerar el mundo desde ese espacio desconocido e inencontrable de la isla, una nueva isla de la calavera en la que el monstruo no viene de fuera, sino que pertenece a la esencia misma de cada ser humano. La calavera de diamantes de Hirst toma el relevo a las referencias clásicas de la película, para hacer de Les garçons sauvages, una apuesta estéticamente rompedora en lo visual, más académica en lo narrativo y reivindicativa en lo femenino. Ojalá la llegada de Mandico al largometraje permita que siga experimentando y elimine algo de su obsesión formalista en beneficio del fondo, aunque en todo caso, bienvenida sea la novedad a fuerza de citar a los clásicos.

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