Amor y amistad (2016), de Whit Stillman

 

Por Miguel Martín Maestro.

amor-y-amistad“Langford, Langford, qué felices hubiéramos sido en Langford”.

Estas palabras, con las que se inicia la película, y también el viaje gozoso que supone su visión, junto a Lady Susan Vernon y su hija Frederica, desde ese Langford inicial hasta un refugio temporal en Churchill, en casa de su cuñado y hermano de su esposo muerto, Charles, “sin esposo y sin dinero”, porque nosotras “no vivimos, visitamos”, supone un afortunado reencuentro con uno de los directores más prometedores de la década de los 90, que se fue diluyendo por el camino hasta hacerse irreconocible, o quizás, demasiado reconocible y poco atractivo. Muy ligado a España, Stillman utiliza un texto de Jane Austen, un relato epistolar breve, con 41 cartas, para transformar el relato leído de una serie de impresiones, deseos, búsquedas, de una desesperada Lady Susan ante su futuro, en una teatralización perfecta a la que se elimina el corsé del lenguaje escénico para ofrecernos un deslumbrante trabajo, no sólo por su sencillo pero eficacísimo detalle de cine “de época”, sino por su acertado tono de comedia bárbara, de ironía a dentelladas, de personas ridiculizadas por lo que son y no por lo que los demás piensan que son. Un tour de force ejemplar dibujado para mayor gloria de su protagonista, una Kate Beckinsale que progresa de película en película, abandonando ese rol de heroína y de mujer florero tan frecuente en el cine de masas, una mujer que pronuncia frases lapidarias con la facilidad que le proporciona su inteligencia, “traer hijos es nuestro deseo más profundo, pero criarlos nos proporciona los críticos más duros”, la inteligencia de su escritora, sin dudas.

Amor y amistad, traducción del título escogido por el cineasta, precisamente no es lo que sobra en la película, apenas hay amor y la amistad muchas veces es interesada. Ese Langford del principio no es más que el refugio seguro de un lugar cómodo, en manos de un rico y atractivo propietario, que no pronuncia una sola palabra durante toda la película, Lord Manwaring, casado pero amante de Lady Susan; hemos de entender que antes, y después, del fallecimiento de Lord Vernon. Esa situación que se antoja insostenible para mantener una honorabilidad, ya puesta en entredicho en los mentideros de la City, es la que obliga a Lady Susan a buscar otro refugio en el que llevar a cabo su estrategia de seducción a múltiples bandas. Una estrategia para casar a la hija, a ser posible con alguien de quien se enamore, pero sobre todo, con alguien con dinero, y otra para casarse ella, siempre con alguien con dinero y, si es posible, lo suficientemente tonto como para poder mantener la relación con Lord Manwaring sin que nadie sospeche. “Una Vernon  nunca pasará hambre” es la consigna y Stillman utiliza todos los argumentos cinematográficos a su alcance para conseguir ese objetivo.

Los textos de Austen llevados al cine cuentan, normalmente, con el impagable trabajo de actores británicos muy curtidos en las tablas del teatro, pero ese academicismo, ese formalismo a ultranza, como si un texto de principios del XIX obligara al cineasta a encorsetarse en unos cánones inamovibles, termina produciendo resultados mediocres por su convencionalismo. Podríamos haber asistido a una nueva representación del universo británico archirepresentado, pero Stillman opta por hacernos disfrutar, hacernos partícipes del enredo, de la confabulación entre una británica y una norteamericana (Chloë Sevigny), ésta siempre en el alambre, amenazada por su marido con volverse a los Estados Unidos si sigue frecuentando la amistad de Lady Susan (estupendo también Stephen Fry como Mr. Johnson), para que Susan consiga la única estabilidad que necesita, la económica. Cuánto de Austen y cuánto de guión hay en la película no lo sé, el propio director reconoce haber incluido alrededor de 1/3 de situaciones no existentes en el relato original. Que lo mejore o no, tendrá sus detractores  y sus defensores, pero como obra cinematográfica el conjunto es envidiable, ameno, sugerente, atrevido, atractivo. Todo funciona con la precisión de un reloj dentro de la previsibilidad de personajes definidos desde el principio, desde que Stillman opta por presentarnos al elenco como se hace en las obras de teatro escritas, asistimos a la presentación del reparto en sus territorios, Langford con los Marwering, Churchill con los Vernon, Martindale con el tonto útil, “un bobo a tiempo completo”, Sir James Martin, Edmond Street con los Johnson, los Cross, los Decourcy… planos fijos sobre los que se sobreimpresionan los nombres de los personajes, un reparto estelar en el que se adivina un rato más que divertido mientras las cámaras filman y una vez que éstas se apagan, la inclusión de carrozas para representar el viaje, el periplo, la apuesta viajera que tiende a conseguir un nuevo hogar perdurable ahora inexistente por una mala fortuna amor-y-amistadimprevisible, una muerte prematura. “El corazón tiene sus rarezas” dice Susan, una mujer brillante, “a superior lady”, empeñada en casarse con un hombre que tenga un cerebro de guisante pero también una importante cartera y propiedades. ¿Nada nuevo, no? No hay más que ver a los magnates setentones acompañados de siliconados escotes y rostros tirantes, es el conocido aforismo latino, “do ut des”, un intercambio ventajoso para todos, aunque a veces, como en el de Susan, se busca uno más ventajoso para ella misma.

Adultos decepcionados, adultos infantilizados, jóvenes idealistas y enamoradizos, mujeres nada pasivas ante hombres nada acostumbrados a enfrentarse con sus armas; Susan no es el prototipo de mujer visto en las películas ambientadas en los albores de la Inglaterra victoriana; con los ecos revolucionarios franceses resonando en la Europa continental, empeñada en acabar con los rescoldos napoleónicos y las ideas de libertad, igualdad y fraternidad. Susan no es que sea inteligente, que lo es, sino que además sabe que su poder reside en su capacidad para manejar a los que la rodean, capaz de seducir a los hombres, algo no muy difícil para una mujer ya no joven para esa época, pero sí muy atractiva, pero también capaz de conseguir aliadas entre las de su sexo; algo complicado cuando se tiene una fama de mujer disoluta y capaz de romper matrimonios, o de no respetar el que se tiene. En las redes que va lanzando Susan, ésta nunca pierde los estribos ante eventuales reveses o contraataques, sino que es capaz de aprovechar los contratiempos en su propio beneficio. Susan es una mujer interesada, sí, ella misma lo ha dicho, no quiere volver a pasar hambre, ni por ella, ni por su hija. En un mundo donde las posibilidades de una mujer, además viuda, para salir adelante, pasan por un matrimonio más o menos ventajoso, el propósito de Susan es escoger un marido que le permita un futuro desahogado y lo suficientemente simple para mantener a su amante cerca, “el mundo no es para los simples”. En ese divertido duelo se maneja la historia, hábilmente contada y sin caer en desfallecimientos académicos ni en bellos paisajes, esplendorosas mansiones y diseño de interiores detallista, que también los hay, sino que en primer plano, el más importante, se entrega el poder a los actores y a la palabra, lo demás viene rodado en el mismo escalón de acierto, incluido el uso de su música, no necesariamente contemporánea de la acción, Purcell, Vivaldi, Charpentier, Beethoven, creando el contrapunto necesario a una historia inmortal, revisitada y actualizada sin perder su esencia. Una de las sorpresas de la temporada, guiño cinéfilo a Kubrick incluido, pero resuelto a lo moderno, tanto en el uso de la música para el funeral de la reina Mary como para resolver el problema de la iluminación interior en una época en la que no había luz eléctrica, pero como dice Stillman en su entrevista en el último número de Caimán Cuadernos de cine, “si el cine es el arte del engaño, iluminemos con velas, pero también con bombillas”. Recomendabilísima película.

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