‘El cazador de destinos’, de Benjamín Serrano

HÉCTOR PEÑA MANTEROLA.

Al animal lector, por lo general, le gusta poner un cartelito mental delante de cada libro para categorizarlo. Así, este es de terror, este es romántico, este de bicicletas… No hay que olvidar que, aunque en extinción, son humanos. Somos humanos. Hacemos ese tipo de cosas. Pegamos pegatinas de baja calidad, o colgamos lonas en las que nos hemos dejado un pastón. Necesitamos (y no me lo negaréis) tener controlado el cotarro, y el cotarro se controla mediante la nominación.

No, esto no es Gran Hermano. La primera acepción de nominación es idéntica a la de nombramiento. Nadie va a abandonar la casa… de momento.

No obstante, en ocasiones el asunto está complicadillo. Algunos autores, en su pérfido uso de la creatividad, actúan como equilibristas entre varias categorías. A veces, el resultado es un circo; otras, nos encontramos con una obra redonda como El Cazador de Destinos, de Benjamín Serrano.

Una breve anotación biográfica para que le ubiquéis: Benjamín nació en 1985 en Vilanova i la Geltrú, y es licenciado en Periodismo y en Psicología, además de poseer un máster en Psicología General Sanitaria y un postgrado en Hipnosis Clínica.

¿Quiere decir esto que El Cazador de Destinos es una novela sobre un psicólogo que se dedique a analizar patrones en sus pacientes de cara a elaborar hipótesis sobre su futura muerte? No, ni mucho menos.

Como autor, el aspecto que por lo general admiro por encima de todos los demás, incluidos los tecnicismos complejos o la ciencia en novelas policiacas o de ciencia ficción, es el dominio de la psicología humana. Es decir, para que me crea lo que está pasando, los personajes deben parecer reales, al menos hasta cierto punto. Hay novelas en las que los arquetipos hablan como tales y está bien, si los personajes se subyugan a la trama (en estos casos, sometida a un escenario concreto, como una casa encantada), y está bien, pero, por norma general, cuando la obra implica un viaje, ergo un cambio, va de otra cosa. Me da igual el trasfondo o el atrezo: el libro trata única y exclusivamente sobre el o los personajes implicados, y su evolución, en el proceso de conseguir algo.

Este viaje puede ser desde un desplazamiento del punto A al punto B, por ejemplo para destruir un anillo único capaz de unirlos y atarlos en las tinieblas, o bien una dilatación temporal, la lucha de dos enamorados por permanecer juntos y, cuando se pierden, volver a encontrarse, aunque les lleve toda una vida. Eso solo se traga con personajes bien construidos y, ¿cómo se crean buenos personajes? Conociendo a la materia prima de todas las historias: el ser humano, formado por anhelos, sueños y otras cositas un poquito más oscuras.

Benjamín, por supuesto, lo consigue. El mérito no se debe a su formación, pero veremos escenas donde sí que es importante. Es el ojo del escritor el que captura el mundo.

Adentrémonos en la novela. Aquí hay que ir con cuidado, ojo. Fuera de la paralela de tiza que delimita el camino, pastorean spoilers salvajes. Por El Cazador de Sueños resbalan varias etiquetas, a listar las de novela fantástica, novela romántica y novela gótica. La fantasía no tiene nada que ver con criaturas mitológicas ni hechiceros ni nada de eso que está tan de moda; Benjamín utiliza el realismo mágico para introducir el encuentro con la isla de Fátima, una especie de Meca maravillosa, y para presentar los elementos góticos de la obra, como a Leonardo, el villano, y las tres mujeres que lo acompañan.

Pero, ante todo, es un viaje: el de Cristal y Queipo, la superviviente de una tragedia provocada por el cazador de destinos y un chico al que este persigue para ofrecerle un trato a cambio de su eterno sometimiento. Son dos personajes que se aman y que, en múltiples ocasiones, estarán al borde de la muerte. Entre encuentros y desencuentros, Queipo irá recabando información sobre Leonardo de cara a intentar librarse de él. El cazador asesinó a sus padres, y…

Hasta aquí puedo leer. Benjamín tiene un uso impecable de la adjetivación, y presenta la historia en capas, como una cebolla, que, como esta, cuanto más te adentras en ella más difícil es evitar emocionarse. ¿O alguien se cree que pelar cebollas produce lagrimillas así porque sí?

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