El ciclo lunar de los paréntesis

 
 
 
El ciclo lunar de los paréntesis
 
Andrea Aguirre
 
ÁRTEse quien pueda, Madrid, 2012
 
86 páginas
 
Por Rubén Romero Sánchez
 
 
Andrea Aguirre (Buenos Aires, 1980) escribe una de las definiciones de amor más bellas que he leído: “Amar es reservarle cada día / la última galleta de la caja”. Y luego continúa su poemario deshilvanando en un acto alejado del pudor sus miedos, sus temores, sus fracasos, pero también su esperanza: “Cada día te olvido / más rápido. / ¡Maldita sea! / Me quedaban tantas razones / para odiarte…”.

En este tercer poemario, Andrea se alza sobre las palabras con la serenidad que da la voz madura que se sabe decir. Su poesía se susurra con la leve cadencia de las hojas marchitas de los árboles en otoño, pero es una poesía fuerte, telúrica en su condición física y lunar en su concepción sentimental (“Me fascinan los árboles caducos / porque todos los inviernos mueren un poco / pero todas las primaveras, florecen”).

Partiendo de un empleo exacto de la palabra como recurso significativo y sin olvidar la cualidad visual de la elección tipográfica, Andrea esparce sus versos en una suerte de teoría del auto-hallazgo, en el sentido de que el yo poético, a partir de experiencias anteriores, se re-crea como sujeto consciente y reflexiona sobre el amor, la muerte, el paso del tiempo, la pérdida, a través de la vivencia cotidiana (“Hay un millón de poemas / en tu forma de pisar los charcos”).

El ciclo lunar de los paréntesis describe el recorrido del yo poético desde la amargura, la tristeza o la soledad hasta la esperanza (“y al fin y al cabo, / el cuerpo siempre se marchita, / pero cómo sentimos la vida / es lo que queda”), haciendo de ello un todo estético que fluctúa entre la reflexión sobre lo intangible, a veces incluso epigramática, y la corporeización de las palabras en metáforas insondables (“incluso mi soledad se siente sola / en mi ausencia”).

Y acabada la lectura, con la certeza de la luna que al menguar sabe que volverá a crecer, reposamos en las imágenes de los versos de este poemario, en la sonoridad de la palabra callada que, como toda la poesía de verdad, se sabe humilde en su grandeza inconsciente (“Mis manos inquietas / se esconden en los bolsillos”).

 

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