'Ellos mismos', de Joaquín Reyes.

Por Roberto Bartual.

Joaquín Reyes es quizá la cabeza más visible de una nueva generación de humoristas, en la que podría incluirse a Juanjo Sáez, Jonathan Millán o Miguel Noguera, a los que no les importa tanto hacer reír a su público, como congelarles la risa con inesperadas asociaciones de ideas basadas en el absurdo. Reyes nos ha revelado, por ejemplo, que Cioran era un adicto a responder a timos por spam a fuerza de aburrimiento, que si Virginia Woolf se tomaba cinco litros de Red Bull seguía siendo tan sosa como siempre, o que Sánchez Dragó se ha esforzado durante décadas para convertirse en el “mejor” escritor español para acabar pasándose al sexo tántrico. Ninguno de estos tres sketches de Muchachada Nui es un festival de carcajadas, desde luego, pero dice bastante más de estos personajes que muchos de los ensayos académicos que se han escrito sobre ellos. Tal vez, el momento más representativo de la carrera de Reyes tuvo lugar aquel día que El País publicó un artículo sobre el divorcio de Hulk Hogan y la persona que maquetó la página (un despistado o un auténtico cachondo) incluyó no una foto del Hogan real, sino una de Joaquín Reyes disfrazado de él.

Las parodias de Joaquín Reyes han pasado a ser más reales que los personajes a los que parodia. Y no es para extrañarse. Si, como confiesa en su libro de tiras cómicas Ellos mismos, Sánchez Dragó quedó indignado con el sketch que le dedicó en Muchachada Nui, diciendo de él que era “lo peor que había visto en su vida”, es porque en el fondo puede que sea consciente de que, dentro de diez o veinte años, no será reconocido por su obra literaria (una obra que, no nos engañemos, nadie ha leído) sino por ser “ese escritor que se hace pajas al revés”. (Tampoco sorprende mucho descubrir que un “intelectual” como Dragó tiene menos sentido del humor que, por ejemplo, Pitita Ridruejo, quien como ella misma confesó en la revista Vanity Fair, se partió de risa con su sketch a pesar “de las barbaridades que decía”).

En Ellos mismos, Joaquín Reyes sigue jugando a ese mismo juego de máscaras que le ha popularizado. Porque lo que hace, al contrario de lo que piensa Dragó, no es reírse de todas esas personas que conforman la “cultura oficial” de nuestro país y de buena parte de Occidente, sino de los iconos que representan, de unas imágenes públicas cuidadosamente medidas y programadas por los medios de comunicación generalistas para resaltar en ellas los valores culturales oficiales, libres de toda ambigüedad, autocrítica o ironía. Lo que Joaquín Reyes nos enseña es que esas máscaras que los medios siempre muestran de frente, con toda su seriedad, al ser miradas en escorzo (lo que hoy en día se llama “hacerle a la cámara un elsapataky”) podemos darnos cuenta fácilmente de que lo que estamos haciendo es admirar caretas de cartón. En este sentido resulta bastante interesante el epílogo de Ellos mismos, donde Joaquín Reyes se muestra bastante consciente y autocrítico del peligro que él mismo corre en la actualidad: su creciente fama le convierte cada día más en una máscara cultural como las que él mismo pone en entredicho.

El único problema que plantea Ellos mismos es que da precisamente lo que promete: más de lo mismo. El fan de Muchachada Nui y La hora chanante no encontrará nada nuevo bajo el sol, si acaso nuevos personajes (fantástica la tira que nos descubre que la única diferencia que hay entre los pelmas de Julian Schnabel y Alejandro Gónzalez Iñárritu es que uno pinta y el otro no), y la esperanza de que, en un futuro, si Reyes sigue dedicándose al humor gráfico, pueda sorprendernos con lo que por el momento son solo ocasionales intentos por aprovechar el lenguaje específico de este medio, como por ejemplo, esa tira en la que con una soberbia economía de palabra y dibujo hace un aterrador chiste sobre lo que de verdad esconde el glamur de gente como Pitita Ridruejo.

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