Elogio de la pedantería

Por Héctor Gil Rodríguez

Me reconvienen  y por poco me amonestan los que desde su opacidad y grisura intelectual no alcanzan a resolver los ripios malabares y las piruetas discursivas de mi lenguaje. Es esa ciclotimia lingüística la que les incapacita verbalmente y les mueve a procurar horadar las palabras de todo aquel que (parapetado) aún se atreva a manejar un lenguaje florido. El más mínimo exabrupto dialogal, le hace parecer a uno un cronopio a ojos del decaimiento y el hastío generalizado de los famas y los glorias de Cortázar. Todos ellos son amigos del dislate, lo manido, las idées reçues (Flaubert) el discurso dominante y la corrección política. Sin embargo, mi escrupulosa devoción por el verbo me impele a brujulear en la búsqueda de le mot juste, y en esto sí, me parezco a Flaubert. Donde yo advierto musicalidad, ellos perciben un fastidioso e insufrible tableteo de ametralladora. Su bastedad y ramplonería les lleva a preferir el pandemónium de las discotecas y cervecerías -que no es sino una vil estrategia de los hombres de gris (Momo)- a la serenidad y el sosiego que se le supone a la buena lectura. Y lo peor de todo ello, es la irritación generalizada que origina la indiferencia glacial que presento ante estos menesteres, olvidando así el provecto paganismo de nuestros antepasados que aseguraba, al menos, la libertad de costumbres.

Decía Wittgestein que “lo que se puede decir, se puede pensar”. Aprendemos a pensar, y de un modo coetáneo, lo hacemos a hablar y si olvidamos el noble arte de platicar, arrinconaremos entonces el pensamiento.

Suena trasnochado y provinciano citar a Hegel, Fichte, Adorno o Fourier en los mentideros del socialismo “progre”, por no hablar del griterío y la algarada que ocasiona traer a colación a San Agustín o San Ignacio de Loyola cuando la pena de muerte se presenta como tema de debate. Un verdadero incordio discordante para las mentes más obtusas. Pero lo cerril y achaflanado de estas mentalidades no termina aquí, sino que en ocasiones – de las más acaloradas- puede encarrilar hacia la descalificación y la “gravísima” acusación de petulancia y pedantería. Un ilícito gravísimo, de los que no eximen de salir fanés y tarifando de cada nuevo encontronazo dialéctico. Como todos los que nos arrogamos algo de machadianos, citando al maestro espetamos: “hora es de escuchar las viejas palabras que han de volver a sonar”. Y ya lo creo que llegó ya la hora de reencontrarnos con el lenguaje y sus entresijos, apartando a aquellos que haciendo uso de las malas artes de Procusto pretenden uniformizar a la baja el uso de eso que desde nuestro aspecto más selvático y simiesco nos ha erguido hasta alcanzar la dignidad que se le supone a la condición humana: el idioma. El pan sin sal de las naderías que dicen y las insignificancias que braman estos analfabetos al tresbolillo, arma las teselas de un mosaico de aspecto esperpéntico, que diría el de “luengas barbas”. El lenguaje está periclitado para el común de los mortales y con él, la cultura, que en su contumaz anhelo de democratización, ha desbarrado en la incultura disfrazada tras el apelativo de “cultura popular”, como diría otro aficionado a sacar los pies del plato, Mario Vargas Llosa.   Esta necedad creciente, fruto de las coluvies de la telebasura, de los mentideros de las redes sociales y su comunicación jibarizada, de la corrección política, y en última instancia, de la encarnizada batalla entre la eufemia y la blasfemia –una fila de asuntos que nada tiene que envidiar a  la del corcel de Breno- hace que algunos nos sacudamos de las alpargatas la arena de la chabacanería y la ordinariez dialógica, que solo se les adscribe a  cosos de quinta categoría como éstos. Mi generación –que no emplea más de 240 palabras en lo cotidiano- se ha propuesto que lo sobado y lo trivial, le gane la partida  (a base de gambitos) a lo civilizado. Impresiona ver sus malos -al alimón que cándidos- oficios, con los que se afanan en mandar al traste el patrimonio lingüístico y cultural reinante. Den por descontado señores, que si matan ustedes la lengua –y por ende la cultura-  haré mío el más célebre endecasílabo entre cuantos escribió Quevedo: “polvo serán, más polvo enamorado”. Muerto, envarado, tieso y frío me tendrán si convierten el idioma en una suerte de germanía de medio pelo.

Disculpe el lector el barroquismo y la pomposidad de mis palabras, sé que no es santo de su devoción engrasar de vez en cuando la maquinaria del castellano -que a este paso acabará más seca que la higuera que fulminó Jesús de Nazaret-, pero a veces basta con tocar la puerta de la ampulosidad para que un sinfín de palabras –que poco o nada tienen de desgastadas- lo adulen y quede uno prendado de las zalamerías del castellano, acabando por elogiar a la pedantería.

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