Fernando Cayo, Alfonso Lara, Santiago Ramos: tres clowns a vueltas con un «Páncreas»

Por Horacio Otheguy Riveira

 

Tres caballeros con bombín. Tres tipos cosi cosá, ¿tres granujas, tres gandules, tres pícaros de cuidado? Al final de un acontecimiento que dio lustre a las portadas de los periódicos, vienen a contarnos lo que de verdad les sucedió tras conocerse en la sala de espera de un psiquiatra. ¿Tres locos de atar? Tres actores de cuidado juegan a desbocarse en el arte del clown para hacer de la parodia del melodrama y el suspense, una comedia negra que a fuerza de carcajadas se vuelve azul cielo, encantador azul-mortaja.

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Santiago Ramos, Alfonso Lara, Fernando Cayo en la presentación, el arranque, el comienzo a todo dar de César, Javilo y Raúl.

 

La vida que cuentan es muy egocéntrica, hasta cuando creen ser solidarios. Pero el tinglado elegido es circense. Las risas llegan a contracorriente entre el temor a la vejez, la enfermedad corrosiva y la muerte tal vez horripilante: tres clowns cuentan su experiencia sin tiempo para enternecerse, a un ritmo frenético que oscila entre Los tres chiflados y los payasos simplotes de toda la vida. Pero además, todo lo dicen en verso e invitan al público a cantar con ellos. Y entonces te preguntas, pero bueno, ¿qué es esto? ¿A qué hemos venido? ¿Dónde nos han traído? Y la respuesta se sirve en bandeja de plata: a una ingeniosa y sorprendente humorada sobre algunos de los temas que más nos preocupan a los mortales. Y ellos se burlan, se mofan… porque están de vuelta de todo.

Un planteamiento a ratos demasiado veloz, demasiado alborotado, pero se trata de «demasiados» que tienen que ver con la propuesta del director para recrear la sensación de una pista de circo entre el terror gótico y lo sainetesco, un ambiente peculiar que transcurre en un caserón antiguo con su chimenea y su escalera de caracol por la que se llega al infierno y al paraíso: dos extremos que a César, Javilo y Raúl les van de maravilla. Son prototipos de escaso vuelo cuya historia de lazos entrañables y egos irredentos sólo les lleva a la representación constante, como si nada verdadero pudiera atravesársele. O sí, o no, no, para nada…

Y en este juego de ir y venir parodiándose a sí mismos, hablando en verso como si formaran parte de la comedia del siglo de oro, o en la parodia magistral de Muñoz Seca y su Venganza de Don Mendo, pero aquí y ahora en un lugar misterioso donde hombres de traje y bombín, con chaleco de artistas de variedades, se atreven a relatar un enredo que prohíbe —bajo riesgo de ataque de nervios— tomarse en serio. Ni siquiera la literaria y legendaria tristeza tras la alegría del clown tiene cabida.

Todo es burla y diapasón,

se tenga o no razón.

 

 

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Histriónicos, desvergonzados, hablan al público como si su única razón de ser estuviera en contarle, una y otra vez, las diabluras incesantes de su existencia.

 

Verdades como puños, verdades de mentira, embustes divertidos, verdades de perogrullo, y un ritmo de vodevil muy conseguido entre tres hombres que ejercen de tres amigos, puestos aquí a deshojar un paseo por la vida y la muerte a través de palabras donde el ripio y la sincronía enlazan a la perfección, y el vaivén terrorífico de la enfermedad y la muerte encuentran la risa loca que permite reírse de aquello que más nos asusta a los mortales.

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El desenlace ya se anuncia desde los primeros pasos, y este no sólo no es un defecto sino uno de sus mayores aciertos, pues todo está al servicio del cómo fue, cómo será. En el arrollador devenir de los clowns los actores se elevan y destrozan, y en su movimiento se mecen y aplastan muchos sentimientos y no pocas ideas del día a día de ciudadanos de a pie, pero César, Javilo y Raúl acaban por demostrar que son tres locos de atar y a la vez tres cuerdos capaces de inventar cuerdas por donde mecerse sin peligro: la muerte está a la vuelta de la esquina, pero, ojo, también es verdad que la muerte es otra cosa. Y si no lo parece, basta con ponerse a los pies de este Páncreas y consagrar un afinado cursillo a través de un certero aprendizaje.

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Mención aparte para la iluminación y la escenografía: entre ambas la atmósfera de antiguas obras de misterio por las que el terror pasaba de puntillas, cuando no montado en carcajadas (Miguel Mihura, Jardiel Poncela, Alfonso Paso…), y luego el vestuario: una delicia de caballeros antiguos y maestros de ceremonias de un mundo puramente socarrón, donde tomarse algo en serio está penado con el peor castigo: la indiferencia.

El histrionismo de estos actores conforma una escuela óptima de este teatro atípico: los tres con larga y fructífera experiencia se permiten todos los géneros para llegar a este y despojarse de técnicas y recrear otras. Ellos acaban por zambullirse en esa libertad extraordinaria que les da lanzarse desde un trampolín de muchos metros de altura para caer en un vendaval de burlonas sensaciones: coronación excesiva y formidable de la vida tonta, de la vida trágica, del «esto es lo que hay» y no vale la pena pensar que hay algo importante que se nos ha quedado en el tintero…

Páncreas

Autor: Patxo Tellería

Dirección: Juan Carlos Rubio

Ayudantes de dirección: Chus Martínez/Juanma Casero

Intérpretes: Fernando Cayo, Alfonso Lara, Santiago Ramos (suspende funciones por enfermedad y le sustituye José Pedro Carrión desde el 8 de enero)

 

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Escenografía: José Luis Raymond

Vestuario: María Luisa Engel

Iluminación: José Manuel Guerra

Diseño de sonido: Sandra Vicente

Música original y espacio sonoro: Miguel Linares

Asesor de movimiento corporal: Federico Barrios

Fotos: Sergio Parra

Producción: Centro Dramático Nacional y Concha Busto Producción y Distribución

Teatro Valle Inclán. Sala Francisco Nieva.

Del 11 de diciembre de 2015 al 24 de enero 2016

 

 

 

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