“Fotosíntesis”, de Carlos Alcorta

Por Juan Francisco Quevedo.

Tras la aparición de su espléndido libro Aflicción y equilibrio, regresa Carlos Alcorta al mundo editorial con Fotosíntesis (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2020), una obra anterior en el tiempo pero que, oportunamente, ve ahora la luz después de una reelaboración de los poemas tanto en su orden como en su composición.

Como preámbulo al primer poema, nos ofrece dos citas, una de ellas, de R. W. Emerson, encierra una de las claves que define mejor la poesía y el aliento vital de su autor: Supongamos que te contradices, ¿y qué?

Al fin, es muy fácil conectar con ese espíritu, algo que siempre ha acompañado al hombre y que, cuando no lo mina y destruye, lo ayuda a progresar en el duro camino de la vida. La contradicción nos acompaña desde siempre y, muchas veces, es lo que nos hace avanzar sin dejar nunca esa lucha inagotable entre lo que nos dicta la razón y aquello a lo que nos arrastran las emociones. De esa lucha interna que jamás cesa se compone el hombre, cada hombre: “Tu aspecto ante el espejo del futuro / no se distingue del de una estatua / de carne y hueso carcomida / por el sol. Sed. Carroña incomestible”.

Veintitrés poemas, numerados y sin título, componen Fotosíntesis, poemas más cortos que los de su último libro pero que llevan ese marchamo tan personal que imprime Carlos Alcorta a toda su poesía y que hace de ella una voz identificable, plena de personalidad, algo tan difícil de conseguir, algo que tantos poetas nunca logran por más que lo intenten: “Con la argamasa / de la ficción rellenas / los huecos de tu vida que no aciertas / a cubrir con recuerdos”.

El libro comienza con unos versos que, inmediatamente, encuentran una respuesta en el lector de poesía, que siempre es un compañero que ahonda en las palabras más allá de su literalidad evidente, que siempre transita por las sugerencias que el poeta insinúa, así como por los caminos que muestra: “No soy partidario de airear mis equivocaciones / en el confesionario, ni siquiera / cuando he tocado fondo…”.

Estamos ante un poema en el que la voz poética se desprende de cualquier ropaje y nos enseña su esencia más íntima, en una desnudez salvaje que impregna toda la atmósfera que se crea alrededor del poema, alrededor de sí mismo. Después de versos duros, en los que incluso dispara dardos envenenados contra sí mismo, se puede volver tierno, abandonando por unos momentos esa incertidumbre primigenia que a veces lo tortura. Encuentra refugio en las palabras que dirige hacia allá donde se siente protegido y querido, hacia su medio natural de confort: “y a amurallarnos dentro de nuestro castillo interior / cuando no comprendemos lo que ocurre / a nuestro alrededor”.

La escritura como resguardo ante las adversidades, “la poesía me ha salvado”. ¿Cuántas veces lo hemos oído o, incluso, lo hemos pensado? Y es tremendamente cierto, es un refugio seguro ante los embates y los temporales interiores, ante las pruebas difíciles que conlleva la existencia. Eso, por no hablar de la escritura como una liberación ante las miserias a las que nos arrastra la vida. La poesía, la escritura, la lectura, al fin, la literatura y las ciencias asociadas muy especialmente a las humanidades están ahí siempre, esperándonos con los brazos afectuosos del conocimiento, de la sensibilidad tranquilizadora. En ellos, intentamos descifrarnos mejor a nosotros mismos y, en ese abrazo, miramos al mundo que nos rodea con más sabiduría: “La escritura es la excusa / preferida de los soñadores / y de los pusilánimes”.

Hay poemas en los que partiendo de lo más cotidiano, “la puerta de la calle a medio abrir”, como una excusa embaucadora, nos arrastra, en el viaje de la trascendencia, hacia lo que realmente quiere expresar, en este poema por ejemplo el tópico del tempus fugit. Es consciente de que el tiempo no es más que una trampa que siempre sobrevuela sobre los días o los momentos de felicidad. Un sentimiento de provisionalidad nos acongoja: “La claridad parece / pedir disculpas por agudizar las sombras / que amenazan el día de mañana, / que hacen de la existencia un campo estéril”.

El lector sabe de lo que habla, de lo que expresa con belleza el poeta, se identifica incluso con “el sentimiento de culpa” que nos devora, que “Está siempre presente. / Aletargado como los reptiles”. Todos sabemos que la conciencia siempre está dispuesta a castigarnos con su fusta, incluso puede ser tan cruel que podemos llegar a envidiar a los hombres que carecen de ella, pese a la brutalidad que conlleva: “El remordimiento que algunos actos / recientes suscitan en ti no eclipsa / el amor que sentiste. Todo fluye”.

A lo largo de los poemas de Fotosíntesis se suceden las imágenes brillantes -“Tu piel gastada como la cubierta / de un manual escolar de geografía”-y desconcertantes -“el aire frío castiga tu garganta / como la grava a un neumático desgastado”-, unas imágenes que el autor maneja con acierto y precisión. Actúan como una sacudida en el lector, como una llamada de atención con la que el poema y el poeta logran captar plenamente nuestra atención. De esa manera tan hermosa y personal, nuestra capacidad de concentración se ve continuamente en progresión, a través del estremecimiento que nos causa lo que es sorprendentemente atractivo.

Siempre, a lo largo de todos los poemas, tenemos la sensación, equivocada, o no, es lo de menos, de que quizás el poeta se descubra más de lo que quisiera, pero, sin lugar a dudas, es ello precisamente, esa aparente implicación personal, lo que infiere al libro un gran valor añadido: “Sé que eres capaz de encontrar aún / un resto de bondad en los demonios / que te habitan”.

Los versos se suceden y parece que en ocasiones quisieran corresponder y responder a una fase de la vida de la voz poética que bien pudiéramos identificar con cierto desasosiego, una época que parece no ocultar y que la pone a nuestro alcance, unas veces con crudeza y otras muchas con un sentido del humor que describe a la perfección un estado de ánimo: “Hay lugares para vivir que son vida / solo a medias, como los hospitales / o las cárceles”.

No obstante, siempre creemos ver en los versos un rastro de sufrimiento, un rastro que siempre va asociado a eso que preludiábamos al comenzar, una lucha interior inagotable consigo mismo, que se constituye en un camino de aprendizaje por el que va destilando los sentimientos más íntimos: “Dicta sus palabras un primitivo / resentimiento conyugal que oculta / sus raíces en una infancia / infeliz”.

Al finalizar la lectura, nos damos cuenta, creemos intuir tras la voz poética, la voz de un hombre que ha sabido impregnar nuestra sensibilidad lectora de una emoción y de una sinceridad verdadera, nunca impostada, de esas que traspasan la piel sin agredir, que te llevan a capitalizar y sentir la realidad del otro, su verdad, como si fuera nuestra:

Quisiera ser otro, un animal,

una fuente o una palabra

en tu mismo idioma,

para que me entiendas.

Con los libros se da una paradoja muy curiosa, pese a estar destinados a burlar la fugacidad del tiempo, muchos de ellos caerán en el olvido para siempre, incumpliendo la finalidad con la que fueron concebidos. No será el caso de este nuevo libro de Carlos Alcorta, Fotosíntesis, un libro de un poeta que nunca nos deja indiferentes, que tiene la inspiración, el dominio del lenguaje y el lirismo como premisas ineludibles de su poesía. Fotosíntesis es un regalo que nos ofrece a los lectores, con unos postulados inmutables que siempre acompañan a la buena poesía, emoción, verdad y belleza.

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