Harold Bloom y la mala educación en un mundo tan correcto

 

Por Iago Fernández

@IagoFernndz

 

1308815064_magicfields_foto_autor_1_1 El problema de los bloomnianos respecto a la crítica contemporánea es que son demasiado faltones, y en un contexto público como el nuestro, repleto de moralina y miedo al oprobio, los juicios descalificativos ya no pasan por el aro: ¿acaso queremos acunar los huevos del totalitarismo?Las opiniones de carácter bloomniano quedan fuera de juego en honor de los valores democráticos y el diálogo respetuoso entre iguales; cualquier aserto que contradiga esta normativa queda excluido, sin revisión previa, del campo de la opinión pública. Es intolerable que un canon de la literatura occidental incluya una cifra de narradores blancos mayor que la de narradoras o narradores afroamericanos, cuya representatividad en el marco de la cultura no ha de ser obstruida o minusvalorada, que los clásicos literarios presuman de un poderío estético incomparable, fomentar la especificidad de la literatura frente a las otras vertientes humanísticas, cortar sus ataduras con la esfera pública y considerar que la lectura es un acto intrínsecamente solitario… Esto supone que los juicios bloomnianos están libres de condescendencia social, moral y política; que, a día de hoy, sin comerlo ni beberlo, desacatan los dogmas del parque público. En cabalidad, ¿quién les daría el visto bueno? La literatura, sí o sí, tiene la inapelable obligación de contribuir con dicho parque, aceptar su rígida normativa e intervenir en los debates activos; en cuanto a la interioridad humana, sólo parece concebible cuando se pone al servicio de lo mismo, es decir, cuando su cultivo añade al parque un individuo, sino determinado a resolver las problemáticas ciudadanas, por lo menos alerta de su gravedad.

A día de hoy me considero un concienzudo lector de la obra de Harold Bloom, a quien tengo por uno de los críticos literarios cuya comprensión lectora es verdaderamente impresionante. También comulgo con su maestro, el Doctor Samuel Johnson, que abominó del Tristram Shandy y ensalzó a Shakespeare, algo escandaloso para la conciencia de un religioso, si tenemos en cuanta el nihilismo atroz de obras como El rey Lear, Hamlet o Macbeth; y con otros críticos ingleses como Sidney, Kermode o Willson, aunque tampoco he leído a muchos más. Pero soy incapaz de comulgar con la enajenación de los críticos contemporáneos que sostienen, por ejemplo, que un libro es interesante o a mí, como lector, me lo debiera parecer, al margen de su calidad estética y en función de problemáticas extraliterarias, es decir, ajenas a los límites de la interioridad humana; y con cualquier crítico que humille o pondere un libro defendiendo su gusto privado. La primera escuela convierte la lectura en una obligación odiosa y la segunda, niega el valor del crítico literario y en última instancia, el de la lectura como ejercicio imaginativo; la primera, suprime cualquier posible individuación a través de la lectura y la segunda, reduce los valores imaginativos de la individuación a la ignorancia y la tontería. Por eso, cuando me dejo guiar por Bloom a la hora de seleccionar mis lecturas o iluminar un texto especialmente importante, lo hago, en principio, para disfrutar de la lectura y sobrevivir como lector, tanto de literatura como de crítica literaria. Ese es mi objetivo. Si tuviera que leer un libro “porque…” o a un crítico que me dijera “mi gusto es tal…”, si tuviera que leer un libro y así no reforzase la individuación de mi conciencia, dudo que leyera en un año mucho más que Cristiano Ronaldo. Es cierto que, como el propio Harold Bloom admite, la lectura es un acto egoísta y no nos hace mejor personas; pero, a cambio, nos preserva una interioridad fecunda y el derecho a la individuación, requisito fundamental cuando se trata de no reprimir nuestras diferencias constitutivas. En puridad, la literatura es un medio nefasto para incidir en lo social o, al menos, torpe, cuando existen libros de sociología, politología o filosofía política efectivos al respecto. Todo el mundo ha pensado esto alguna vez -incluso Foucault, que al final de su carrera se convenció de la inutilidad política de la literatura-; sólo que, a día de hoy, aceptarlo es particularmente difícil.

Cuando algo pierde su legitimidad pública, es como si ya no existiera o nadie lo tomara en serio. Digo esto cuando acabo de repasar los primeros textos de Anatomía de la influencia y, si mi conexión de Jazztel aguanta el tirón de la tormenta que ahora funde Barcelona, justo antes de reservar la ópera magna de Harold Bloom, Shakespeare, un estudio de mil páginas centrado en el dramaturgo. He leído bastantes obras de teóricos, críticos e intelectuales que también contemplaron el hecho literario, como Barthes, Jakobson, Kristeva o Edward Said, y a día de hoy me mantengo en mis trece: aunque me hayan gustado y los relea, ninguno ha orbitado tan cerca del núcleo de la literatura como Harold Bloom y su maestro, el Doctor Samuel Johnson, o, al menos, tan cerca de aquello que a mí me interpela como lector.

One thought on “Harold Bloom y la mala educación en un mundo tan correcto

  • el 19 septiembre, 2013 a las 12:00 pm
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    «En puridad, la literatura es un medio nefasto para incidir en lo social o, al menos, torpe, cuando existen libros de sociología, politología o filosofía política efectivos al respecto».
    Y en más puridad todavía, las columnas ‘literarias’ son un medio nefasto para hacer promoción de compañías telefónicas cuando existen call centers que te achicharran cada día con sus ofertas.
    Esto es, sin duda, coherencia argumentativa.

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