La doncella (2016), de Park Chan-wook

 

Por Miguel Martín Maestro.

la-doncella-cartelUn oído escucha a través de un panel, un ojo espía desde una habitación a otra. Un espejo bien colocado permite ver lo que creemos ocultar. Unos tatamis en el suelo ocultan un jardín, como pueden esconder la bajada a un sótano donde se encierran los horrores necesarios para sojuzgar las voluntades inicialmente rebeldes o que han de ser domadas mediante el miedo. Los instintos y los deseos suelen ocultarse, mantenerse en un segundo plano, incluso algunos se prohíben, se hacen clandestinos. Poder y sexo como herramientas de dominación, en este caso de hombres sobre mujeres, o al menos, en apariencia. Estéticamente perfecta, la nueva película de Park Chan-wook no está tan alejada de su cine precedente como se afirma por un sector de los comentarios que vienen jalonando el discurrir de esta endiablada historia de mentiras, engaño, deseo y frustración desde su presentación en Cannes. Ya sea una ventana de papel de arroz que se abre para dar paso a un paisaje diseñado con tiralíneas, ya sea un cerezo que recuerda a los moradores de la mansión las consecuencias de los errores pasados, la imagen de La doncella resulta fundamental para revestir de belleza formal una historia aterradora, que el director enseña paso a paso, pero también jugando a engañarnos, a desubicarnos mediante saltos temporales o reproducción sucesiva del mismo tiempo en diferentes lugares y con diferentes personas, también mediante el uso de algo que Hong Sang-soo ha creado como imagen propia de su cine, repetir la misma historia con ligeras variantes o informaciones que cambian completamente el significado de lo visto hasta entonces.

Hombres que se creen superiores y capaces de engañar a las mujeres, educándolas para la seducción al tiempo que enfrían sus sentimientos para hacerlas insensibles a la masculinidad ajena. Educación como cortesanas, educación para el placer de satisfacer deseos ajenos mediante la palabra leída e interpretada. El cerebro trabajando para representar en imágenes las lecturas eróticas que Hideko (Min-hee Kim) representa para los invitados de su tío Kuzuki (Jim-woong Jo), jugar al placer, dar placer sin sentirlo. Kabukis sexuales con los que complacer a las élites japonesas del país. Sojuzgar, refrenar, castrar emocionalmente. Pero frente a la educación y a la razón impuesta, existe lo empírico, lo emocional, lo que tratado de erradicar, resulta que termina aprovechando los resquicios del deseo para aflorar y actuar de manera autonóma. Dolor, castigo y sufrimiento como mecanismos pavlovianos para evitar que la doncella se deje llevar por sus instintos, pero el mundo exterior, aún alejado y al que se ponen barreras físicas y psíquicas para que no nos afecte, termina por introducirse y permitir la más anhelada de las soluciones, la aparición del deseo en Hideko, un deseo mitigado, un deseo latente que no puede focalizarse en ninguna figura masculina, sinónimo de dominación y anulación; sino a través del segundo personaje femenino de la historia,  Sook-Hee (Kim Tae-ri), la aparente parte más débil del cuadrilátero sobre el que se cimenta la historia, la mujer introducida en el mundo de Hideko para servir de cebo que haga que el Conde Fujiwara (Jung-woo Ha) perfeccione su estafa a varias bandas. Una subcontrata femenina a tiempo completo con apariencia de sentimiento amoroso para ganarse la confianza de Kuzuki haciéndose con el patrimonio de Hideko mediante una huida, una boda y una reclusión en una institución mental que dejaría los bienes a plena disposición del embaucador.

the-handmaiden-la-doncellaChan-wook despliega, por lo tanto, sus mecanismos visuales, para representar la belleza absoluta en un mundo de erotismo compartido cuando el tío Kuzuki lo ordena, fuera de esas representaciones, las mujeres bajo su despótico mando carecerían de deseo y de iniciativa. Esa confianza en el poder de la fuerza y el castigo, termina lastrando su hegemonía al resquebrajarse su posición por el ejercicio de la solidaridad de las mujeres como mecanismo de supervivencia, solidaridad fingida al principio pero bien cimentada más tarde. Amenazadas ambas, la educada y la ignorante, conseguirán unir sus fuerzas mediante un mecanismo impensable para el ego masculino, el de su atracción mutua hacia un lesbianismo militante y combativo. Por eso, la película se dibuja como un choque de sexos, estereotípicos y hasta exagerados en su masculinidad y pretendida superioridad los hombres, y perfectamente diseñados, calculadores pero pasionales, los personajes femeninos. Sus casi dos horas y media transcurren como una exhalación entre reflexiones propias de Freud, Bataille, Marcuse. El goce estético como suplantación del goce sexual, la representación aséptica del acto sexual, el dibujo que sustituye al órgano y el castigo que tapa las bocas que se ensucian con palabras malsonantes dichas sin erotismo y sin intención de excitar. El director coreano sigue explorando la maldad y la corrupción humana, sus dos últimas películas enfocan la cuestión reforzando el poder femenino al tiempo que, su siempre perfeccionista puesta en escena, alcanza con La doncella la cota más alta hasta la fecha. Todos recordaremos siempre su travelling lateral de Old Boy, pero el conjunto de imágenes que se acumulan en ésta su última película, no permiten el descanso del espectador. El detalle, el color, unos pendientes, un encendedor, una serpiente, una cama, unos guantes o unos pañuelos, todo amparado en la exquisitez, en el trazo delicado de la caligrafía oriental dispuesto en una biblioteca interminable de libros «prohibidos» que recuerda a aquella desaparecida colección de la que alardeaba el Marqués de Leguineche en La escopeta nacional, una colección completada en el subsuelo y a la que accedemos solamente cuando el relato fallece, que no desfallece, un sótano donde el ukiyo-e alcanza el paroxismo de crudeza, donde el dibujo se transforma en realidad aterradora.

Nada puede destacarse por encima del resto, ni actores, ni guión, ni dirección, ni música, ni fotografía, ni diseño, ni puesta en escena; todo es perfecto y todo encaja, nos encontramos ante una de las maravillas de 2016, un reencuentro del director con su hábitat coreano tras el paréntesis un tanto menor de su aventura norteamericana, ambientado en la época de dominación japonesa, lo que añade al exotismo de los primeros años del siglo XX, la mezcla de lo japonés con lo coreano y la influencia notable del gusto occidental derivado de la concesión británica en Shanghai. Eclecticismo cultural que desemboca en un imperio de los sentidos con autoasfixia incluida, no será necesario cortar genitales ni utilizar un huevo para representar la degradación del ser humano; Oshima exploró el sexo hasta sus últimas consecuencias, aquí Chan-wook se vale de la eliminación forzada y a voluntad de terceros de la libido, para descubrir cómo ésta puede renacer en el momento, lugar y con la persona menos imaginada; basta un agujero en la pared y contemplar un bello cuerpo de mujer al que se pretende manipular y utilizar, pero ¿cuándo empieza, y con quién, la manipulación en esta película?

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