La era de los sinvergüenzas

Alejandro Orozco y Villa

@realvisceral

La valía del honor ha prescrito. Durante siglos, la dignitas —el trinomio rango, prestigio y honor—, fue un elemento indisoluble de cualquier vida pública. Ahora los protagonistas del foro, particularmente los políticos, no ven al honor como un fin en sí mismo, sino como un vil instrumento cuando no un lastre insufrible. Lo que antes constituía un elemento esencial del individuo hoy es algo enteramente prescindible. En nuestros días, una afectación al prestigio sólo es materia de preocupación si tiene algún efecto en las encuestas.

Manual del político nacional: un acto ilícito sólo debe evitarse si es capaz de frustrar el próximo nombramiento. El solo desgaste a la propia reputación es insuficiente para inhibir un mal comportamiento: es irrelevante. Mientras que antes cualquier roce al honor era suficiente para reivindicar una disculpa, una renuncia, un duelo (pensemos en Hamilton vs.  Burr) o un suicidio (recordemos a Catón, Marco Antonio y, desde luego, a Bruto, “el más noble de todos los romanos”), hoy quienes son acusados de abusadores o falsarios se pasean orgullosos por restaurantes concurridos.

Dos escritores latinoamericanos han subrayado en sus recientes novelas el desdén que ostentan los hombres públicos por el concepto del honor. Juan Gabriel Vásquez, en “Las reputaciones”, y Jaime Bayly, en “La lluvia del tiempo”, retoman lo que hace algunos años exploró Ian McEwan en la célebre “Amsterdam”: frente a un acto reprochable, antes de la retirada, el político de hoy realiza una ponderación mezquina sobre la magnitud del daño que causará el hecho a su proyecto personal (i.e. su bolsillo), obviando la afectación a su prestigio. En tanto los números cuadren y retenga el puesto, el político acepta los tildes de “mentiroso”, “ladrón” o “plagiario”, vocablos antes inaceptables en la arena pública.

Hoy día carecen de importancia la infracción en sí y la deshonra correspondiente; lo relevante es el impacto electoral de la fechoría (hace mucho tiempo que las consecuencias penales dejaron de preocupar a los corruptos). ¿Cuántos tweets mencionaron mi enriquecimiento ilícito? ¿Cuántos columnistas escribieron sobre mi desfalco a las arcas estatales? ¿De qué manera impactará mi fraude millonario en las próximas elecciones? El éxito del político actual depende de su capacidad para burlar la ley y enriquecerse sin que se le defenestre de su cargo.  Nada le significa su prestigio, no forma parte de la ecuación. Un político es “eficaz” si sabe calcular el rating del video donde aparece depositando billetes en su saco. La capacidad de un funcionario no se mide por sus intenciones o resultados, sino por el control de daños que implementa al interior de su partido para neutralizar el reportaje que lo muestra como un tratante de personas.

Los cínicos siempre existieron, desde luego, pero inclusive ellos operaban dentro de ciertos límites. César y Lincoln compraron votos, pero nunca se les vio celebrar en el foro con la Roqueseñal. Todos los políticos, los que defienden los derechos “del pueblo” y aquéllos que protegen los de la oligarquía, luchan por el poder y recurren a prácticas turbias. Pero en antaño solían respetarse ciertas formas. Antes de comprometer su dignidad, el político clásico recurría a las armas. La apelación a la legítima defensa contra un cuestionamiento al honor era invocada con frecuencia ante a una decisión drástica, una injuria o una condena al ostracismo. Entre la vieja nobleza persistía una tradición de servicio que al menos simulaba estar por encima de los intereses materiales. De hecho, el concepto de dignitas tenía un componente importante relacionado con la lealtad hacia el Estado. Rousseau lo adelantaba: “los antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero”.

Como apunta Juan Gabriel Vásquez en “Las reputaciones”, la caducidad del honor está en parte relacionada con la facilidad y rapidez con la que los medios crean o destruyen una imagen pública. No es casual que el prestigio tenga un precio cada vez más barato en el escenario de la saturación informativa. Frente a la vorágine de noticias —veraces o apócrifas— que saturan nuestro entorno, los pillos del lunes saben que pronto darán su lugar a los pillos del martes. La fugacidad del escándalo inhibe una auténtica rendición de cuentas.

El relato de Vásquez, destacado en el juego de tiempos a lo largo de la trama, es también un recordatorio de lo vulnerable que somos frente a las amenazas que atentan contra nuestra privacidad. En tanto estamos vigilados por máquinas y humanos de manera permanente, más susceptibles somos de ser capturados en un desliz, en una falta o sencillamente a que se nos juzgue con base en una imagen sacada de contexto.

“La lluvia del tiempo”, novela cuantimás mordaz y divertida de Jaime Bayly, también retrata la crisis moral que atraviesa la vida pública y exhibe los contubernios y alianzas entre el gobierno y los medios de comunicación. Describe los extremos ya conocidos en Latinoamérica: el control absoluto de los medios por parte del Estado frente a la captura de instituciones por parte de los medios de comunicación. En ambos escenarios, intuye Bayly, saben ganar los políticos. En el primer caso, por qué jamás salen a la luz sus pillerías (y, si acaso son ventiladas, se les trata con benevolencia) y, en el segundo, por qué después de ser descubiertos en sus estafas pueden ostentarse como “víctimas” de un supuesto libertinaje mediático. En suma, la connivencia o divorcio entre ambos poderes deviene invariablemente en impunidad o parasitismo. Como ha denunciado Javier Marías en “Los villanos de la nación”: los políticos se han blindado contra cualquier crítica.

La literatura ha destapado la era de los sinvergüenzas. La época en que cada chingadera está acompañada de la desfachatez de su perpetrador. No debe sorprendernos, empero, que después de décadas de escándalos de corrupción sin consecuencias, la clase política se haya ajustado racionalmente a este esquema. Cabría aquí cuestionar con Vásquez y Bayly el rol de las audiencias. ¿A qué gobierno aspira una sociedad que es permisiva y no sanciona moralmente al mentiroso, al impostor y a los ladrones?

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