Locus Solus

Por Recaredo Veredas.

Locus Solus. Raymond Roussel. Trad. Marcelo Cohen y otros. Capitán Swing. Madrid, 2012. 468 páginas. 19 €.

Tal vez la lectura de Locus Solus no sea la mejor sugerencia para los más locos, para quienes las calles no son solo calles y los hombres no son solo hombres. O tal vez sí, porque comprobarán que, siglos atrás, existió alguien capaz de superar sus delirios más exacerbados. Ante tal saturación de luz no extraña que Roussel terminara suicidándose en un mísero hotel siciliano. Sin embargo, una obra tan radical y ajena a lo previsible se origina en un método mecánico-lírico (muy daliniano, por otro lado) de estricta sistemática. Así lo definía en su obra-striptease “Cómo escribí mis libros”:Escogía dos palabras muy similares. Por ejemplo Billar y pillar. Luego añadía palabras parecidas, pero tomadas en dos sentidos diferentes y obtenía con ello dos frases casi idénticas… Una vez encontradas las dos frases, se trataba de comenzar un cuento que pudiera comenzar con la primera y terminar con la segunda.

Raymond Roussel (1877–1933) es, como parece obvio, uno del los precursores del surrealismo, uno de los pocos autores plenamente libres –tanto como un Cocteau o un Kubin- que ha dado la literatura europea. Era el suyo un surrealismo limpio, recién nacido, carente de la suciedad y la mancha del mercado. Durante décadas fue considerado un simple excéntrico, apenas reverenciado por algún snob de la Rive Gauche. Solo durante los últimos años se ha reconocido, unánimamente, la calidad de la plasmación de su demencia (una de las escasas ventajas de los trastornados: pueden amortizar sus taras mientras la mayoría se limitan a sufrirlas). Sus palabras son ajenas a toda concesión que no sea la puramente poética, convertida en narrativa por un leve hilo –el recorrido por una enorme hacienda, concedido por su aristocrático dueño a unos perplejos visitantes- que enlaza con las fuentes más antiguas de la novela, con la multiplicidad de unas mil y una noches en la que no existe la tensión de la posible muerte de Scherezade y la trama solo es agitada por el deambular por escenas a veces sádicas, a veces naifs, siempre oníricas y emplazadas en el límite de lo que consideramos realidad.

Afirman que Bolaño solía abrumar a sus amigos con sus sueños porque, por un lado, los recordaba con absoluta nitidez y, por otro, los consideraba interesantísimos. Parece que Roussel también: sus personajes no abandonan una finca pero sus palabras abarcan todas nuestras noches. Nos hace sentir espectadores del teatro de nuestro propio subconsciente, de aquello que, lo queramos o no, olvidamos cada mañana. Y, como ocurre en los sueños, instala una especie de lógica de la arbitrariedad, comprensible desde los últimos rincones de nuestra conciencia. Su conocimiento de la geografía del subconsciente habría hecho las delicias de Freud, se aproxima al sueño esbozado de Parménides: borrar la frontera entre la vida y el sueño para hallar así las puertas del inframundo.

En Locus Solus se encuentran rastros del tarot o la nigromancia, señales que prefiguran el camino de Borges o Kis, el amor al detalle de la Nouvelle Roman o el fervor de los futuristas italianos. También hallamos rastros de El Decámeron o de las muñecas rusas de el manuscrito encontrado en Zaragoza. Y, por supuesto, una versión enferma de la pasión mecánica de Julio Verne (Roussel era más que fan) o de Lautreamont, compañero suyo en la interpretación del oráculo del horror. Por si fuera poco, comprobamos cómo las tendencias más extremas de la moda influyen en el mainstream, por ejemplo en el Auster de La música del azar.

Mención especial merece el trabajo de Capitan Swing. Una edición como ésta justifica un rescate, tantas veces superfluos. Porque no solo permite que el lector construya su mirada, también que conozca las muy distintas perspectivas desde las que tan poliédrica obra fue abordada. No en vano incluye epílogos de luminarias tan intensas como Ashbery, Foucault o Cocteau. El lector que compra Locus Solus no solo adquiere una obra. Adquiere una guía no solo del mundo de los sueños, sino del mapa infinito de las referencias literarias. 

 

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