«Molière. El nacimiento de un autor»: gran biografía de Georges Forestier

Horacio Otheguy Riveira.

Al genio de Jean Baptiste Coquelin, Molière (1622-1673), le rinde culto un biógrafo integrado tan activamente en sus días y sus noches que alcanza similar talento, dentro de la literatura de nuestro siglo, para despejar dudas, aclarar malentendidos, combatir bulos —casi siempre bañados de la envidia de sus contemporáneos— e inaugurar puntos de vista en torno a la vida y la obra de un autor que sembró miradas satíricas y dramáticas que aún perduran, no solo en la Francia que le adora, sino en el mundo entero.

En 2022, con motivo de la celebración del cuarto centenario del gran dramaturgo francés, en el Teatro de la Comedia de París, el Tartufo ha vuelto a representarse, cuatro siglos después, en su forma original, sin la censura que le obligó a suavizar varias escenas; es decir, se estrenó por vez primera, tal y como la había escrito el autor: más cruda y en tres actos, gracias al trabajo de investigación del catedrático de literatura francesa en la Universidad de la Sorbona Georges Forestier (Niza, 1951) y a su método de “genética literaria”. El mismo que ha desarrollado esta larga biografía y de la que se sirve como pormenorizada visión de la época, aquel bullente, tan conflictivo y peligroso siglo XVII también para los artistas, los hombres de teatro portavoces de rebeldías y visiones contrapuestas al autoritarismo católico de la monarquía imperante.

Con admirable traducción de un gran especialista español: Mauro Armiño (Teatro completo de Molière en dos volúmenes de bolsillo; El enfermo imaginario…)

[…] Se sigue creyendo que Molière tenía un padre de espíritu estrictamente burgués, y que debió su vocación de comediante a un abuelo materno bonachón que lo llevaba sin cesar al teatro; que fue alumno del filósofo Gassendi, con quien conoció a Cyrano de Bergerac; que varias de sus obras, El avaro, El misántropo, El burgués gentilhombre no conocieron el éxito de inmediato; que Armande Béjart era particularmente coqueta y que Molière, celoso, fue desgraciado en su matrimonio y buscó consolarse con el pequeño Baron; que sus sinsabores conyugales dan lugar a la enfermedad que se lo llevó; que era de carácter ensimismado y que su inclinación profunda lo impulsaba a vivir como filósofo retirado del mundo antes que a interpretar personajes ridículos; que solo era bueno encarnando personajes cómicos y que nunca había logrado hacerse aceptar en los serios; que trabajaba con dificultad y tardaba tiempo en escribir sus piezas, y que su pseudónimo Molière es un misterio sobre el que nunca quiso dar explicaciones…

Si todas estas leyendas perduran es porque los hombres prefieren los mitos a la verdad, y porque los mitos se vuelven de ese modo la verdad. ¡Poder imaginar un Molière que hace reír al público mientras en el fondo de sí mismo es desgraciado y celoso y está impaciente por recuperar la tranquilidad de su despacho y de sus libros, ¿no es más seductor y «humano» —por lo tanto más verdadero— que verse obligado a reconocer, por los documentos que poseemos, que era una «star» adulada por el público (y, por lo tanto, probablemente por las mujeres), un comediante del rey perfectamente a gusto en la corte de Luis XIV a la que tenía acceso gracias a su cargo de tapicero ayuda de cámara del rey, un empresario de espectáculos sagaz que corría de éxito en éxito y arrastraba a su troupe detrás de él?… Poder imaginarse a Molière escribiendo sus comedias laboriosamente y no bebiendo más que leche porque sufría de los pulmones y era lentamente consumido por una enfermedad que terminaría por llevárselo, ¿no es más conmovedor —por lo tanto más verdadero— que verse obligado a constatar que, según todos los testigos, gozaba de una prodigiosa facilidad de escritura, que estuvo enfermo con menos frecuencia que la mayoría de sus contemporáneos, que lo pusieron a leche unas semanas al salir de una fuerte fiebre, según una prescripción muy corriente entonces, y que murió mucho más tarde de las brutales consecuencias de una infección pulmonar que se llevó a centenares de otros parisinos en febrero de 1673?

Hay otras razones, de orden literario, que han contribuido a conferir su fuerza de verdad a los mitos propagados por Grimarest. Desde la Antigüedad al siglo XVIII, los autores de «Vidas» nunca pensaron en realizar encuestas, verificar fuentes, escudriñar archivos. Para esas obras que pertenecían a la retórica del elogio, se contentaban con reunir todos los elementos, transmitidos por la tradición o por la leyenda, que permitían la celebración de las hazañas del héroe. En la encrucijada de los siglos XVII y XVIII, cuando el público empezó a apasionarse por los entresijos de la historia oficial, se quiso ofrecer además al lector las motivaciones secretas, las pasiones ocultas, los impulsos íntimos, las inquietudes soterradas4. Por eso Grimarest trató de sembrar en su relato el mayor número posible de anécdotas revestidas con las apariencias de la verdad y con detalles pintorescos destinados a permitir captar la sencilla humanidad en su héroe: igual que cualquier otro, el gran hombre es susceptible de sentir dolorosamente las malas sorpresas de la vida.

Y era fácil sugerir que Molière debía de ser desgraciado: ¿no se había casado con una mujer veinte años menor que él y no escribía comedias utilizando por tema las cuestiones del matrimonio y del cornudismo, de la educación de las mujeres y de los celos? De hecho, lo que Grimarest y la mayoría de sus lectores habían perdido de vista, es que la literatura española, que irrigó la ficción francesa en la primera mitad del siglo XVII, había propuesto centenares de novelas y comedias basadas en esos temas, que esas cuestiones habían sido objeto de apasionados debates en los salones parisinos de mediados de siglo y que, en ese mismo momento, años antes de su matrimonio, Molière había adaptado del italiano una comedia heroica y galante sobre el tema de los celos obsesivos (Don García de Navarra) de la que amplios fragmentos debían volver a encontrarse en El misántropo. Dicho en otros términos, Molière no había hecho más que satisfacer con un brío sin igual el gusto y la demanda de su público. Pero, desde su muerte, había venido a interponerse un libro impreso en Holanda en 1687 y difundido unas veces con el título La Fameuse Comédienne ou Histoire de la Guérin Veuve de Molière [La famosa comedianta o Historia de la Guérin viuda de Molière], otras con el de Intrigues de Molière et celles de sa femme [Intrigas de Molière y las de su mujer]. Este relato pseudo-histórico presentaba a Armande Béjart como una quasi prostituta y a Molière como un desdichado marido al que hacen enfermar las infidelidades de su mujer. Se ignoraba entonces que esa obra deriva de la pura ficción, que recicla los tópicos de la tradicional sátira de las comediantes y, sobre todo, que aprovecha el texto mismo de las obras de Molière. Así, cuando el autor nos da a entender las tristes confidencias de Molière a su amigo Chapelle, confidencias llenas de verdades escandalosas y como tomadas de la realidad, está reproduciendo de hecho las confidencias de Alcestes a Filinto: El misántropo ha proporcionada la sustancia de las quejas y de los reproches expresados por el Molière de La famosa comedianta, y es el texto ficticio —pero creído verdadero— de ese relato el que ha guiado en cambio las interpretaciones del Misántropo por la posteridad. Apasionante juego circular, desde luego, ¡pero tan perjudicial tanto para la imagen de Molière y de Armande como para la comprensión de su teatro!

Desde entonces, si hay algo del Molière íntimo en el suspicaz y celoso Alcestes del Misántropo, aquel a quien se apodaba «el pintor», ¿no se habría pintado a sí mismo en los vejestorios escarnecidos por las jóvenes, como el Sganarelle de La escuela de los maridos y el Arnulfo de La escuela de las mujeres, o en el campesino malcasado Jorge Dandín5? ¿No habría representado su miedo a morir con su «enfermo imaginario» rodeado de sus medicinas y de sus médicos? Por último, esos padres de familia sistemáticamente opuestos a los deseos de sus hijos, los Orgón, Argán, Harpagón y demás Gerontes, ¿no serían diferentes caras de ese Jean Poquelin que en el pasado se habría opuesto a la vocación de cómico de su hijo?

Son todos estos pasos los que Grimarest ha hecho franquear a sus lectores, recuperando la técnica del autor anónimo de La famosa comedianta. Recurriendo a manos llenas a las obras de Molière, toma prestadas frases de Arnulfo o de Alcestes y las integra en su relato como sentimientos propios de Molière. ¿No le hace decir «un misántropo como yo» para justificar ante sus amigos su negativa a convertirse en secretario del príncipe de Conti? Un círculo vicioso, temible para quien quiere comprender sin a priori tanto el recorrido de Molière como los envites y las significaciones de su teatro.

Georges Forestier (Niza, 1951).

Esta biografía trata de presentar al Molière que conocieron sus contemporáneos más allá del mito edificado sobre diversas leyendas (marido celoso y malhumorado, soñador y melancólico, actor dotado solo para la comedia, enfermo crónico), que todavía hoy componen su retrato. Para poder conocer la figura del hombre, el actor itinerante, el audaz director de teatro, el creador ingenioso, hace falta bucear en testimonios desconocidos, documentos olvidados que ayuden a reconstruir la figura del hombre, de su familia, de una compañía de teatro excepcional, de un artista que llegó a ser favorito de Luis XIV, que nos puedan aclarar las luces y las sombras del gran autor cómico.

 

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