No saldré vivo de este mundo

 

No saldré vivo de este mundo. Steve Earle. El Aleph Editores. 272 pp. 18 €. 

 

Doc se despertó enfermo, con todas las células del cuerpo pidiéndole a gritos morfina, con un dolor terrible de cabeza y ardor en los ojos, la nariz y la garganta. La espalda y las piernas le dolían hasta el hueso mismo, y cada vez que intentaba incorporarse para sentarse se veía obligado a encogerse de inmediato, asaltado por los retortijones. A duras penas consiguió recorrer el pasillo hasta el retrete antes de que se le soltaran las tripas. 

Igual que todos los días. Día sí y día también. Sin perdón y sin libertad condicional. Hasta que se pudiera meter un chute, la cosa no mejoraba. Doc sabía muy bien que los síntomas físicos de la abstinencia no eran nada comparados con los demonios interiores, con el miedo abrumador y la desesperación desoladora que le esperaban como no moviera el culo y saliera a la calle. Lo peor era aquel kilómetro de humillación y asfalto a medio derretir que lo separaba de su primer chute, donde hasta el último palmo del camino sería un recordatorio implacable de lo bajo que había llegado a caer durante los últimos diez años.

En los viejos tiempos, cuando todavía estaba en Bossier City, lo único que Doc tenía que hacer al levantarse era sentarse en la cama y sacar de ella las piernas masacradas a pinchazos para encontrarse su chute de buenos días allí mismo, en la mesilla de noche, cargado y listo. 

Bueno, casi siempre. A veces se despertaba en mitad de la noche jurando que había alguien que lo llamaba por su nombre. Cuando llegaba la mañana, no estaba seguro de si lo había soñado hasta que buscaba a tientas la jeringa y se la encontraba vacía. Aun así, no tenía más que bajar las escaleras hasta el botiquín de su despacho para conseguir lo que necesitaba: sulfato de morfina puro y estéril, repartido en dosis exactas y desplegado en una hilera tras otra de ampollitas de cristal. Y él era médico, al fin y al cabo, con lo cual siempre podía conseguir más. 

“Pero eso era antes”, pensó Doc con un suspiro. La triste realidad era que, últimamente, se veía obligado a trapichear como cualquier otro colgado de la calle, ofreciendo sus servicios a cambio de una heroína contaminada con quinina y con leche azucarada que era muy posible que hubiera cruzado la frontera dentro del culo de alguien. 

San Antonio, Texas, estaba a menos de un día en coche de Nueva Orleans, pero Doc había llegado allí por la ruta larga y dura, sin dejar de resbalar y rodar cuesta abajo ni un palmo del camino. Las consecuencias de su falta de discreción y de sus excesos ya lo habían expulsado del lugar que le correspondía en la sociedad de Crescent City antes de cumplir los treinta años. A lo largo de una serie de desesperados intentos de escapar de un pasado no tan remoto, había completado en poco más de una década una gira por toda la costa del Golfo, incluyendo las partes más sórdidas de Mobile, Gulfport y Baton Rouge. Para cuando aterrizó en Bossier City, la hermana descarriada que tenía en Shreveport al otro lado del río Rojo, le pareció que por fin había tocado fondo.

Pero se equivocaba.

La avenida de South Presa, al sur de San Antonio, era un mundo de sombras, incluso a plena luz del día. La gente limpia se pasaba el día yendo de un lado a otro en coche, sin fijarse para nada en la transacción que estaba teniendo lugar en un portal y sin preguntarse qué estarían haciendo aquellas chicas en la esquina. Para los ciudadanos honrados de San Antonio, los chulos y los camellos eran igual de invisibles que los polis de paisano que aparcaban en las calles laterales y los callejones y se dedicaban a contemplar todo lo que iba sucediendo más o menos sin variaciones, día tras día.

Doc salió a la calle. La manzana y media que había entre la pensión Yellow Rose y el chute más cercano era una carretera de obstáculos, donde cada paso era atroz; entre la acera rota y los nervios a flor de piel no había más que la suela de cuero de un zapato, fina como el papel. El sol parecía concentrarse en la única parte de su pescuezo que no estaba protegido por el ala estrecha de su sombrero panamá y avanzar a fuego por el cerebro hasta llegar al mismo paladar. Cada pocos pasos escupía, pero no conseguía expulsar el sabor de la podredumbre mientras recorría el pasillo de yonquis y de chicas de la calle que o bien se habían levantado temprano o bien no se habían ido a dormir, y que estaban exactamente igual de enfermos que él. 

 

(…)

 

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