Península (2020), de Yeon Sang-ho – Crítica

Por José Luis Muñoz.

Uno ya pierde la estela de las películas de zombis de todas las nacionalidades desde que en el siglo pasado, en un siniestro blanco y negro, con presupuesto de película Z y aterrorizando, no jugando a dar sustos, George A. Romero dio el pistoletazo de salida con la impactante La noche de los muertos vivientes (1968), película de culto donde las haya. Los intentos del ya fallecido George A. Romero por imitarse, en color y con más sangre e higadillos, no dieron resultado, pero sus discípulos crecieron como setas en todos los continentes y hasta las historias de zombis se convirtieron en series televisivas y en videojuegos que, a su vez, generaron películas. Pero entre un batiburrillo de películas infumables, que lo cifran todo a lo gore, y en las que lo hiperbólico las acerca más al humor siniestro que al terror, encontramos filmes muy notables como No profanar el sueño de los muertos del catalán Jorge Grau, 28 días después del británico Danny Boyle, y su secuela 28 semanas después del canario Juan Carlos Fresnadillo.

Más cercana al videojuego que a una película es esta Península del coreano Yeon Sang-ho (Seúl, 1978), un realizador que viene del cine de animación y parece instalado cómodamente en el pulp. Quién haya disfrutado de su anterior film, Tren a Busan, y piense que Península está a su altura (en muchos países la titulan Tren a Busan 2 cuando no hay tren que valga), se va a llevar una sonora decepción. Si la anterior tenía un cierto hilo narrativo y los ataques de los zombis en ese tren maldito generaban tensión y angustia en el espectador porque de ese espacio cerrado las víctimas no podían escapar, en este videojuego disfrazado de película, que incorpora banda de villanos no zombis salidos de las huestes de Mad Max, la tensión dramática, la sorpresa y los mecanismos del miedo brillan por su ausencia devorados por una acción frenética y un bombardeo constante de efectos especiales. Le da la sensación al espectador de estar asistiendo a una comedia macabra en la que miles de zombis perecen y se desintegran bajo las ruedas de macizos todoterrenos que, literalmente, escalan montañas de esos seres que vienen del más allá con el estómago vacío y corren que se las pelan (qué diferentes de los lentos movimientos de los muertos vivientes primigenios) aunque no vean ni jota por la noche.

Desde Hong Kong, el soldado Jeong-seok (Gang Don Wong) debe volver a Corea del sur, de la que huyó perdiendo a su mujer Min-jung (Lee Jung-hyun), a hacerse con un botín por encargo de un poderoso mafioso local, y allí, tras desembarcar en un país devastado con un grupo de expertos mercenarios, comprobará que entre los millones de zombis que pululan por las ciudades devastadas hay una familia de supervivientes capitaneada por una joven madre Joon (Lee Ree) a la que deberá sacar de zombilandia tras luchas cruzadas con mafiosos y huestes de muertos vivientes que se lo pondrán difícil.

Resaltar que entre los supervivientes hay un par de niños (niños, sí) que se lo pasan en grande atropellando a diestro y siniestro unos cuantos miles de zombis que crujen bajo las ruedas de su automóvil (nadie querrá ser peatón cuando a los chavales les den el permiso de conducir) o se espachurran literalmente contra el parabrisas, como un juego más; y si ellos no se asustan, pues el espectador menos. El final, alargado como un chicle, está bien espolvoreado con azúcar glas, y lo que era un pasar de pantallas frenético se ralentiza y hasta suena música melódica para poner una forzada nota sentimental a toda esa carnicería de desechos humanos. «La familia que mata zombis unida, permanece unida», podría ser el leit motiv de la película, en el caso de que Península lo sea.

Como curiosidad exótica, además de la presencia infantil poco habitual en este género de filmes, resaltar una escena con esos dos niños a bordo de su bólido homicida que arremeten contra una muralla de muertos vivientes a ritmo flamenco. Lo mejor de Península, que hay que tomárselo a broma y con cubo de palomitas a mano, es su escenografía delirante que recrea un país devastado y se inspira claramente en las imágenes del tsunami de diciembre de 2004.

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