Philip Hoare y el mar

Philip Hoare, que nos llevó a un inesperado y extraordinario viaje al mundo de las ballenas con Leviatán y luego a otro mucho menos clasificable pero igualmente prodigioso en El mar interior —“artefacto literario sobre animales, ideas y todo lo que me gusta”—, da otra vuelta de tuerca y nos arrastra a un enloquecido y personalísimo torbellino de historias, arte y emociones en El alma del mar (en Ático de los Libros, como los anteriores), que cierra una especie de trilogía marina.

Decir de qué trata ese verdadero cofre de maravillas, lleno de apabullantes vínculos literarios y artísticos, ciencias naturales y elementos autobiográficos, que es el nuevo libro de Hoare (Southampton, 1958) resulta una tarea imposible. Por su medio millar de páginas aparecen encadenándose de manera tan genial como enfebrecida una avoceta muerta a la que el autor le arranca el cuello tras admirar su belleza rota tirada en la playa, David Copperfield, T. S. Eliot, Foucault, La tempestad de Shakespeare como paradigma de obra acuática (!), Shelley y su naufragio en el Ariel, medusas, Keats, Turner, Conrad, Auden, cormoranes de ojos esmeralda y mirada de pterodáctilo, Thoreau, el Titanic, Stevenson, las focas, un cometa, Elizabeth Barrett Browning, el famoso cerdo Tirpitz rescatado flotando del hundimiento del crucero Dresden después de la batalla de las Malvinas en 1914 y convertido en mascota de la Marina británica (yo mismo lo vi una vez disecado en una exposición en el Imperial War Museum: impresionante), el recuerdo de Wilfred Owen abatido de un disparo y cayendo como un Ícaro a un canal en Francia, o el cadáver del almirante Nelson en un tonel de brandi tras Trafalgar para conservarlo. Y eso por solo mencionar unas cuantas cosas.

Philip Hoare: “No habría poesía sin el mar”

Cuando se le dice que, tras leerlo y disfrutarlo un montón, uno es incapaz de decir de qué va exactamente su libro, Hoare apunta con aire travieso de punk (fue músico del movimiento en los años setenta): “Yo tampoco”.

El escritor, que ha viajado a Barcelona para participar en el festival literario Liternatura (y reencontrase con un cuervo), sigue fiel a su tradición de bañarse en el mar allá donde va (lo hizo de madrugada en el puerto pese a la gota fría), está más delgado y se le ha puesto un aire asilvestrado de ave marina. De hecho, mirarle a los ojos azulísimos es como asomarse a los de un alcatraz (“parecen crucifijos voladores”). Podría decirse para definirlo de alguna manera que el libro es sobre el mar y sobre… Philip Hoare. “Sí, es verdad. Es un sueño en el que me muevo en un espacio sin tiempo mientras voy enlazando a mis héroes, sean humanos o animales”. Sorprende ver que entre ellos esté Nelson. “Sí, es uno de mis personajes favoritos. Estudié en la universidad Historia Naval y de joven coleccionaba y pintaba soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas”. En uno de los capítulos, Hoare visita el Victory,anclado en Portsmouth, y recuerda la ocasión en que Melville vio el barco y cómo aparece mencionado en Moby Dick. El escritor es un hacha relacionando hechos y personajes y revelando asociaciones poco o nada conocidas (el cuadro de Blake sobre Nelson o que la hermana del almirante murió al salir acalorada de una sala de Bath donde había bailado durante largo rato). En el mismo capítulo, el autor, que reconoce ser un irredento fetichista, describe las tres levitas de marino que se conservan de Nelson, una de ellas con una mancha de brillantina en la espalda, donde rozaba la coleta del almirante.

“El libro empieza con la recuperación de mi viejo diario azul de juventud. En él descubro que todas mis obsesiones ya estaban presentes cuando tenía 15 años”. El alma del mar, dice, iba a ser una carta de amor al “hombre de las estrellas” (David Bowie, al que no menciona por su nombre), que fue fundamental en su educación sentimental. ¿Es consciente de que el lector a veces no le sigue? “Completamente, y me gusta. Mi cita favorita es lo que le contesta al hombre de las estrellas un productor musical cuando le pregunta para qué sirve determinado instrumento del estudio de grabación: ‘Para joder con el tejido del tiempo’. Esa idea habita mi libro”. Añade que nuestro empeño en clasificar, ordenar, jerarquizar es herencia del mandato bíblico al hombre de dominar la creación. “El mar niega eso, te devuelve a un estado prerracional, sin regulaciones, en el que no hay nada antinatural; es el lugar fluido por naturaleza”.

El mar es paradójicamente uno de los temas al que el lector se puede agarrar para no ahogarse en la gozosa exuberancia del libro. “El mar es un lugar de transmutación, cuando te sumerges te cambia. En él puedes experimentar cambio de especie, de sexo, de tiempo y de espacio. Por eso nado, y nado en la oscuridad. El mar es como un vientre materno, un órgano de vida. Experimento un renacimiento en su seno. Y a la vez es siempre la posibilidad de morir. No podemos controlarlo. Yo creo en el mar. No habría poesía sin el mar”. Y ya que estamos, ¿qué tal nuestras playas? “Me encantan, observo en ellas la historia del Mediterráneo. El mar tiene sus recuerdos. Algunos buenos y otros no. El mar es también el lugar al que va a parar todo el mal que hacemos”.

Hoare revela que lo concibieron en el mar (en realidad, en una caravana al borde del agua) y que estuvo a punto de nacer en un submarino que sus padres visitaban cuando su madre se puso de parto. “Quizá por eso estuve tantos años, 30, sin acercarme al mar, que me inspiraba miedo”. Lo conjuró aprendiendo a nadar tardíamente en una piscina gótica con una viejecita que llevaba gorro de goma con flores, y haciéndolo ahora siempre, nadar, a la menor oportunidad. Incluso en condiciones muy duras y peligrosas. “Cosas de las que he hecho, como mirar a los ojos a una ballena nadando con ella o bañarme como hice hace poco en la playa de Cape Cod donde acababa de ser atacado y muerto un bañista por un tiburón blanco, me parecen improbables en mí, que me siento tan frágil”. Pues hay fotos. En el libro, algunas muy sorprendentes, como en la que está junto a una orca, o la que le muestra acostado al lado de un delfín muerto, por no hablar de la radiografía tras su accidente de bici. Mitología personal, narcisismo, exhibicionismo… “Sí, soy consciente. Actúo todo el tiempo. Supongo que era muy tímido de niño y estoy compensando. Como escritor te creas una personalidad que es una versión exagerada de ti mismo”.

¿Se siente parte del Natural Writing? “No, escribo demasiado sobre seres humanos”, responde Hoare. Hay mucho sexo en El alma del mar, aunque, en el caso, por ejemplo, del interés por los genitales de un delfín, parece más producto de la curiosidad que del morbo. “Exactamente. Es curiosidad infantil. Soy el niño que mira por el ojo de la cerradura, como un voyeur, pero no para tomar parte”. Sería arriesgado participar en el amor de las ballenas. “Sería complicado”, reflexiona.

Las ballenas, Melville, los poetas, el propio Hoare… ¿No está escribiendo siempre el mismo libro? “Así es. En los tres hay la misma galería de personajes. Pero también Shakespeare, y no es por comparar, hizo todo lo que ­hizo, en realidad, con los mismos ­personajes”.

¿Dónde no ha nadado Hoare y le gustaría hacerlo? “En el Ártico, en esa agua tan pura, solo unos segundos, claro, o me convertiría en algo como los miembros de la expedición de Franklin”. Su próximo libro, avanza, tendrá una parte dedicada a Durero y su fracasado intento de pintar una ballena del natural a partir de un espécimen varado en Holanda. “¿Qué habría pasado si hubiera dibujado una ballena como dibujó al rinoceronte?”. Aquella ballena, dice, mató a Durero, que tratando de verla contrajo la enfermedad de la que murió, posiblemente malaria.

Fuente: El País

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