Ruido 2.0

Por FERNANDO J. LÓPEZ. Generamos ruido. Lo llamamos comunicación pero, en realidad, a menudo dista mucho de serlo. Provocamos mensajes. Creemos interpretar los ajenos. Y confundimos la emisión indiscriminada con el diálogo.

Nos expresamos con consignas en Twitter. Con estados en Facebook. Con imágenes en Instagram. Con mensajes icónicos e interminables cadenas en el Whatsapp (aplicación, por cierto, objeto de cansinas amenazas apocalípticas). Y a eso le sumamos que puede, por qué no, haber alguien más a nuestro lado mientras tecleamos. Alguien con quien hablamos -a ser posible, de nosotros mismos- a la vez que conversamos animadamente con nuestro propio móvil y actualizamos nuestro estado 2.0 con lo poco que sabemos del auténtico estado 1.0.

Creamos eventos. Firmamos en plataformas virtuales. Nos hemos convencido de que se puede cambiar el mundo desde la pantalla del ordenador y, de vez en cuando, bajamos a la calle para convertir la protesta cibernética en protesta de a pie. Queremos creer que la vida se puede compartir sin cercanía. Y hasta participamos en menús on line de amantes de usar y tirar en versiones varias–iPhone o Android, va en gustos- del cruising más tradicional.

Y yo, que soy parte de todo ese ruido –adicto a Twitter, usuario habitual de Facebook, bloguero hiperactivo…-, me pregunto hasta qué punto empleamos todos y cada uno de estos medios para acercarnos a los demás o, simplemente, para hacer sonar nuestra voz y convertirnos en gurús de nuestras ideas y en exhibicionistas de nuestras emociones.

En cierto modo, gracias a tantas opciones para comunicarnos, ahora la soledad resulta más rotunda y más seca que nunca. Porque estamos inmersos en un sonido continuo de voces y de palabras que, sin embargo, no siempre encuentran eco en nuestra realidad. Voces y palabras que prefieren el yo al tú y, más aún, al nosotros. Porque salvo cuando se trata de un imperativo –hagamos, firmemos, protestemos-, el plural rara vez se emplea en cada uno de esos mensajes. Predomina el estoy aquí, el hago esto, el pienso así o, en el caso de los alérgicos a la duda -peligrosa y dogmática especie-, el llevo razón.

No sé cómo acabará afectando todo esto al hecho literario –si es que no lo ha hecho ya-, pero no creo que sea posible la literatura sin el hábito –cada día más obsoleto- de la escucha: el autor que escucha la realidad para intentar plasmarla, el editor que escuha al autor para intentar sacar lo mejor de él, el lector que escucha al libro para darle su propio sentido… Claro que también podemos acabar jugando al libro interactivo y convirtiendo el texto en un parque temático de fotos, músicas e hipervínculos para que cada cual tenga la opción de escucharse a sí mismo sin necesidad de hacer el esfuerzo de tener que escuchar a nadie más. Y hasta de ilustrar con sus propias fotos -¿cuántas imágenes de gatos, pies y ñoños paisajes otoñales caben en Instagram?- lo que solo puede ilustrar, si permitimos que lo haga, nuestra imaginación.

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