“Saltburn”: Los ricos también lloran

Por Carlos Ortega Pardo.

Seguramente y ex aequo con La sociedad de la nieve (ídem, 2023) Saltburn sea la película de la recién finiquitada temporada navideña. Y con razón. Porque, pese a un argumento un tanto cogido por los pelos, el film de Emerald Fennell —no en vano ya oscarizada, si bien como guionista, por Una joven prometedora (Promising Young Woman, 2020)— hace gala de una valentía incuestionable.

En efecto, lo que empieza apuntando a melodrama adolescente y woke, hedonista, adanista y con su puntito neoliberal —esos parvenus de dudosa extracción social que se aprovechan de la cándida magnanimidad de los (muy) ricos— se va emponzoñando hasta culminar en una pesadilla de sofocantes ribetes buñuelescos. La escena de la colación post mortem resulta especial y turbadoramente ilustrativa al respecto.

Insisto en que la historia se antoja algo forzada, sobre todo durante su último tercio, cuando desdichas y funerales se precipitan en una cascada de duelos y quebrantos a los que, encima, se suma una excesiva facundia explicativa por parte del protagonista. Asimismo, abundan los pasajes donde el sonrojo y la vergüenza ajena de numerosos espectadores bordearán el accidente cerebro-vascular, si bien me atrevo a aventurar que esto último probablemente sea un efecto buscado, habida cuenta de la (quizá demasiado) evidente voluntad de épater le bourgeois que preside la cinta.

Con todo, formalmente Saltburn es un cromo. Fennell juega con el montaje, los primeros —primerísimos— planos y el fuera de campo con la hipnótica habilidad de un trilero. La fiesta de cumpleaños parece un encuentro, fecundo y loco —loca—, entre Shakespeare y Paolo Sorrentino, y en el travelling de seguimiento que pone bizarro punto y final a la película cabe vislumbrar qué habría hecho Hitchcock con American Psycho (ídem, 2000).

En el apartado interpretativo, Barry Keoghan entrega un personaje antológico. Capaz de inspirar una gama tan variopinta como contradictoria de sensaciones —de la lástima de los primeros minutos al desprecio del desenlace, pasando por una justificada repugnancia ante su salacidad omnívora, pasivo-agresiva y sadomasoquista—, el joven actor irlandés encarna al parásito absoluto, fagocitando —casi literalmente— a todos sus compañeros de reparto.

Sólo Rosamund Pike, con más tablas que el Royal Albert Hall, y una perturbadora Alison Oliver a quien también conviene seguir la pista logran disputarle mínimamente el plano. Jacob Elordi, en cambio, compone un efebo que diríase deslumbrado por su propia guapura —es verdad que el papel demandaba una ración generosa de narcisismo—, y a la maravillosa Carey Mulligan esta vez le cae en (mala) suerte un rol sencillamente indefendible, por caricaturesco.

En suma, Saltburn constituye la confirmación de las buenas maneras que se venían adivinando en Fennell y Keoghan, así como una saludable (sobre) dosis de vitriolo con que contrarrestar el abuso de glúcidos y buenas intenciones perpetrado a lo largo —y ancho— de las pasadas semanas. Escandalizadora, pero no tanto, y definitivamente pintona. Muy recomendable.

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