‘Todos los hermosos caballos’, de Cormac McCarthy

DAVID PÉREZ VEGA.

Ya he comentado que en enero de 2021 empecé el año leyendo Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy (Rhode Island, Estados Unidos, 1933) y que fue una lectura que me impactó mucho. Hasta entonces había leído de McCarthy No es país para viejos (2005) y La carretera (2006) y, aunque me gustaron, no habían llegado a deslumbrarme. Cuando comenté esto mismo, hace años, en las redes sociales, hubo más de un lector de McCarthy que me dijo que yo no había leído las grandes novelas de este autor, que serían Meridiano de Sangre (1985) y No es país para viejos (1992). Ahora que he leído las dos ya puedo afirmar que las personas que me comentaron esto tenían toda la razón.

La acción de Meridiano de sangre se situaba en 1849 y la de Todos los hermosos caballos en 1949; es decir, justo un siglo después. La elección de la fecha en la que trascurre Todos los hermosos caballos no es una casualidad por parte de McCarthy, ya que esta novela está escrita justo después de Meridiano de sangre y en gran medida dialoga con ella. Las dos novelas se desarrollan en el mismo espacio físico, entre los estados del sur de Estados Unidos y los del norte de México, hablándonos siempre de una frontera difusa. El escenario de Todos los hermosos caballos es el mismo que el de Meridiano de sangre, pero más pacificado un siglo después. En el 1949 de McCarthy ya no será habitual que tres amigos entren en un bar a tomar algo y de madrugada solo salgan dos porque uno de ellos ha muerto en una pelea, como ocurría en su 1849, pero, si bien el nuevo mundo que dibuja está soportado sobre las ascuas del antiguo, aún perviven en él rescoldos de violencia, y en Todos los hermosos caballos el lector también se va a encontrar con más de una muerte violenta. No, desde luego, al nivel salvaje y apocalíptico de Meridiano de sangre, pero la violencia también será uno de los ejes constructivos de Todos los hermosos caballos.

John Grady Cole, de dieciséis años en 1949 (los mismo del autor en esa fecha, por cierto), es el protagonista de esta historia. La narración comienza cuando muere su abuelo, con el que vive en un rancho del oeste de Texas. Los padres de John están divorciados y el padre es un exsoldado de la Segunda Guerra Mundial que, en 1949, no parece muy equilibrado para cuidar de su hijo o de sí mismo. La madre de John, la heredera del rancho, sueña con convertirse en actriz y quiere vender la propiedad, de la que opina que no da beneficios. John quisiera explotar él ese rancho, cuya casa se construyó en 1872, antes de que desaparecieran los búfalos de la región en 1886, pero no va a poder ser. Es un momento importante para John, puesto que se va a quedar sin supervisión de los adultos y la idea de futuro que tenía para convertirse él mismo en adulto ‒dirigir el rancho familiar‒ va a desaparecer. Después del entierro del abuelo, John ensilla su caballo y «cabalgaba hacía donde siempre elegiría cabalgar, allí donde la bifurcación occidental del viejo camino comanche bajaba de la tierra kiowa en el norte y cruzaba la parte más occidental del rancho y podía verse su débil rastro hacia el sur.» (pág. 9)

Junto con su amigo Lacey Rawlins, de diecisiete años, John tomará su caballo y decidirá abandonar su casa y emprender un viaje de descubrimiento hacia el sur. John y Rawlins cabalgan hacia México y también hacia el pasado, pues en ellos McCarthy está simbolizando una forma de vida que está cerca de desaparecer, la de los jinetes o vaqueros, que cabalgan en un desierto sin alambradas o fronteras. Entre la página 29 y 30 podemos leer, hablando de John: «El muchacho que montaba un poco adelantado a él no solo montaba como si hubiera nacido cabalgando, que así era, sino como si de haber sido engendrado por malicia o mala suerte en un país extraño donde no hubiese caballos él los habría encontrado. Habría sabido que faltaba algo para que el mundo estuviese bien o él bien en el mundo y se habría puesto en marcha para vagar a donde fuese durante el tiempo necesario hasta encontrar uno y habría sabido que aquello era lo que buscaba y así habría sido.» Por supuesto, en el 1949 de McCarthy ya hay automóviles, pero el caballo como medio de transporte persiste en el imaginario de John y de Lacey como símbolo de su relación con el pasado, como epítome de su conflicto con la época en la que les ha tocado vivir. John y Lacey van a ser vagabundos, personajes excluidos de los cambios de una modernidad que no aceptan.

El viaje al sur se complica cuando empiece a seguir a los dos jinetes Blevins, un chico de unos trece o catorce años, quien parece que se ha escapado de casa en un caballo robado y no parece una persona muy estable.

Parece que John y Lacey encuentran su lugar cuando empiezan a trabajar como vaqueros para un gran terrateniente mexicano. Son muy bellas las páginas costumbristas en las que McCarthy le muestra al lector cómo John y Lacey doman a una manada de caballos salvajes.

John quedará prendado de Alejandra, la hija del hacendado, sin saber aún que un desclasado como él no va a ser aceptado por el mundo del dinero. Las novelas de McCarthy son eminentemente masculinas, y lo que más parece interesarle es el paso del hombre de la niñez a la madurez. Muy rara vez la prosa de McCarthy refleja los pensamientos de los personajes, y el lector tendrá que deducir lo que piensan de sus actos. Unos actos que mueven las circunstancias y el duro aprendizaje de la naturaleza y el mundo. En Meridiano de sangre no había ningún personaje femenino relevante, y en Todos los hermosos caballos si los hay, representados por Alejandra y su tía abuela Alfonsa. Son mujeres fuertes y libres. Pero, en cualquier caso, la mujer parece ser el elemento de la naturaleza que va a debilitar la relación ancestral de amistad que existe entre los dos amigos.

He comentado que en las novelas de McCarthy no se narran los pensamientos de los personajes, pero ‒en más de una ocasión‒ la novela sobrepasa el mero relato de los hechos cuando alguno de estos personajes emite un parlamento. En Meridiano de sangre esto ocurría, sobre todo, cuando hablaba el siniestro juez Holden, y en Todos los hermosos caballos el mejor parlamento lo emitirá Alfonsa, cuando le hable a John de su vida durante la Revolución mexicana.

Debido a la relación que John y Lacey tuvieron con Blevins, la apacible vida que habían empezado a tener en la hacienda se volatizará. Hacia el tramo final de la novela, a John, de nuevo vagabundo, abandonado por el mundo del dinero, McCarthy le concederá un final épico. Un final que, en gran medida, me ha hecho pensar en Sin Perdón, la gran película que Clint Eastwood estrenó en 1992, el mismo año de la publicación de esta novela. Si bien, ambas obras son desmitificadoras del mundo del Lejano Oeste, en su tramo final no renuncian a la épica, tanto William Munny (el protagonista de Sin perdón) como John Grady, serán dos hombres a los que no les importará morir antes que sentirse humillados por otros que arrastraron a sus amigos (y a sus caballos).

La naturaleza se convierte en esta novela en un personaje más, y su descripción acaba siendo muy poética, y también precisa. En más de un caso, en vez de usar puntos, usa la conjunción «y» para generar una sensación de acumulación sensorial. McCarthy parece conocer el nombre de cada animal o yerbazo de la frontera. Como ya ocurría en Meridiano de sangre, en el texto hay muchas palabras que están en español en el original y que en la traducción aparecen con letra bastardilla. Más de una de estas palabras españolas no las conocía, puesto que reflejan elementos tradicionales del campo mexicano. John, gracias al trato con los trabajadores de su rancho, sabe hablar español.

Todos los hermosos caballos es una obra bellísima sobre un mundo que se agota, un absoluto western crepuscular. Una obra maestra.

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