"A tres bandas", de Pedro López

«A tres bandas», un relato de Pedro López Manzano.

–          El misterio es algo así como la atmósfera en que están inmersas las bellas obras de arte, dijo una vez Rodin –susurró el escultor–. ¿Sabes quién fue Rodin?

–          Me suena… ¿No fue el del Discóbolo?

–         No exactamente –respondió tras unos segundos de sonrisa contenida–, El Discóbolo es de Mirón, como 25 siglos antes. Rodin fue un escultor muy importante hace cien años. De los mejores que han habido nunca. Y tenía un gran misterio en su arte. Sus esculturas eran tan perfectas que había quien decía que las había creado utilizando seres humanos directamente para hacerlas, en lugar de moldes sobre los cuales verter el bronce. En realidad tan sólo era un estudioso de la anatomía humana, parece.

–          ¿Parece?

–          Bueno, todo parece indicarlo, pero en ningún caso va nadie a descoyuntar el Pensador para ver si hay un poco de adn de alguien dentro sólo por una diminuta posibilidad. Además –continuó caminando en círculos alrededor de su interlocutor y trazando esbozos y haciendo anotaciones en su cuaderno-, ¿a quién le importaría ese alguien? La obra estaría por encima. ¿No crees?

–          Pues supongo que sí

Ambos siguieron así unos minutos, uno totalmente inmóvil en el centro del estudio y otro dando vueltas a su alrededor y haciendo una anotación aquí y otra allá. Al final levantó el lápiz del papel y rompió el silencio

–          Me alegra mucho saber que coincidimos en esta opinión. Bueno… Por hoy ya está bien. Puedes vestirte. Disfruta del fin de semana y recuerda que el lunes a las 9 salimos a la montaña

–          No entiendo por qué tenemos que estar un tiempo por ahí perdidos, pero usted paga así que no hay problema.

–          Allí, nadie me molesta a la hora de esculpir, ya sabes, lejos del mundanal ruido…

–          Sí, lejos del mundanal ruido –concluyó el modelo.

–          ¿Ésta va a ser la postura? –preguntó el modelo mientras el escultor le recolocaba la rodilla por cuarta vez, daba dos pasos para atrás y le estudiaba con gesto crítico desde diferentes ángulos

–          Sí, ésta va a ser. ¿Estás cómodo? ¿te molesta algún cojín?

Un complejo sistema de sujeciones de metal ancladas al piso, con almohadillas incrustadas en diferentes lugares para que descansaran sus articulaciones se cernía en torno a él. Sólo para colocarse como su patrón quería había tardado veinte minutos, y aunque había comido y se había acostado un rato, dándose un largo baño después, aún se encontraba algo cansado del largo viaje que les había llevado toda la mañana

–          Estoy cómodo, pero de verdad que todo este armatoste no es necesario, tengo bastante resistencia física para aguantar en la misma posición el tiempo que haga falta.

–          No lo dudo, pero de todas formas hazme caso, déjate caer a ver qué tal estás cuando soporte tu peso.

–          Bien –dijo el modelo tras relajar su cuerpo y echar todo su peso–, el chisme aguanta y yo estoy bastante bien.

–          Estupendo, ahora voy a aceitarte las piernas. Trata de tensar ligeramente los músculos, como si fueras a saltar.

Al modelo esto le inquietó un poco, no le apetecía que el escultor lo tocara así, pero como era la primera vez que posaba para escultura le daba vergüenza decir más tonterías –ya había leído quién era Rodin en Internet, dándose cuenta de su metedura de pata–,  y el escultor le pagaba espectacularmente bien… Además, cuando comenzó a tocarle no lo hizo con lujuria, sino con profesionalidad, aunque no sabía para qué necesitaba darle ese aceite que más que aceite parecía resina espesa; se suponía que los modelos lo único que tenían que hacer era quedarse quietos, ¿no?

Poco a poco el viejo fue llenando las piernas del joven con aquella sustancia, evitando con cuidado las zonas que pudieran hacerlo sentir incómodo. Aunque la mansión, pues más que una casa de campo era una mansión casi victoriana, era enorme, estaba perfectamente acondicionada y la calefacción hacía que no tuviera frío.

El escultor en alguna ocasión se echaba unos pasos hacia atrás para ganar perspectiva y a continuación volvía al trabajo satisfecho. En un par de ocasiones le dio de beber agua en un vaso con una pajita, ya que era muy importante que no perdiera la postura.

–          Parece que se me ha dormido la pierna –dijo el modelo, que tras mucho rato inmóvil se dio cuenta de ello cuando intentó moverla mínimamente para desentumecerla y no pudo –, las dos piernas.

–          No te preocupes, bebe un poco de agua- dijo el escultor llevándole otro vasito a la boca-, acábatelo.

El modelo hizo caso dejándose llevar y apuró hasta el final. El agua sabía rara.

Intentó desperezarse instintivamente y se dio cuenta de que se había quedado extrañamente dormido. Entonces se fijó más detalladamente en su situación. Los brazos atados a la amalgama de cojincillos y metal por unas gruesas cinchas de cuero ancho y rígido en muñecas, codos y hombros, que antes no estaban ahí. Se encontraban cerradas con hebillas plateadas. Intentó mover un brazo, luego otro, pero entre las sujeciones de metal y las apretadas tiras de cuero el intento fue en vano. Con las piernas fue peor. Sentía el cuerpo de cintura para abajo frío y acolchado, más anestesiado que dormido, y todo intento por moverlo fue totalmente infructuoso, peor aún que con los brazos y manos. La sensación era de enorme entumecimiento y pensó en la posibilidad de una paraplejia. Intentó girar el cuello para poder observarse mejor, pero no logró el suficiente ángulo como para verse, ya que tenía la cabeza inmovilizada de igual manera que el resto del cuerpo, con un apoyo blando pero robusto bajo la barbilla, que le impedía mirar hacia abajo.

–          Veo que ya te has despertado –resonó la voz del escultor detrás de él, y caminando lentamente entró en su campo de visión y volvió la cabeza hacia él, inexpresivo-, ¿qué tal estás? Tienes un aspecto soberbio.

–          ¿Qué me has hecho?

–          Nada que no sea para mejor

–          Me has drogado, ¿qué me has puesto por todo el cuerpo? ¿Por qué no me puedo mover? ¿Por qué no me dejas moverme? Quiero moverme. Me has atado. Suéltame. ¿Qué me estás haciendo?… ¿Qué quieres de mí? – balbuceó cada palabra.

–          Muchas preguntas me haces –respondió el escultor tras una pausa eterna-. Sí, te he drogado. Te he puesto sobre la piel entre otras cosas un relajante muscular y sobre el mismo una aleación de titanio, y lógicamente para que se resecara bien te he tenido que inmovilizar atándote mientras trabajaba. En cuanto a qué estoy haciendo, ¿no está claro?, mi trabajo: esculpir.

Las siguientes horas fueron sofocantes en todos los sentidos. El escultor afanado en su trabajo, vertiendo más sustancias indeterminadas sobre su torso desnudo. Le dio agua, que bebió por pura sed tras varias negativas a hacerlo, pensando que era de nuevo droga. También le dio un batido y le obligó a realizar sus necesidades fisiológicas en una especie de bote de plástico, todo bastante humillante. Después se puso una mascarilla y le puso otra a él para a continuación empezar a echarle otra sustancia diferente, más pesada, oscura y humeante. A pesar de la mascarilla el modelo se mareó y la cabeza empezó a darle vueltas, se hubiera caído de no estar amarrado, pero cuando el escultor pasó a los brazos se despejó lo suficiente, aunque para ese momento ya tenía el cuello tan inmovilizado que sólo podía mirar a izquierda y derecha de reojo. Veía lo suficiente sus extremidades superiores como para saber que se encontraban cubiertas por algo de color plateado, si bien no distinguía lo que era. También se dio cuenta de que le había quitado las correas, pero ni aún así pudo mover los brazos. Una fuerza mayor se los mantenía inexorablemente rígidos. Intentó con todas las energías de que disponía liberarse, pero no pudo. La impotencia le hizo gritar, insultar y finalmente llorar desconsolado, pasando el llanto a un sollozo penoso ante el impertérrito escultor, que cada vez más lleno de regocijo continuaba con su labor. Mientras gorjeaba lastimosamente cerró los ojos y deseó con fuerza infantil que todo aquello fuera una pesadilla de la cual pudiera despertar en el momento más inesperado, en el peor momento, en cualquier momento. Entonces escuchó un deslizamiento delante de él diferente de los pasos del escultor y vio como éste había llevado hasta algo cubierto por una sábana vieja hasta dejarlo frente a él. El viejo se plantó delante de él escrutándolo con un gesto diferente del que había tenido hasta ese momento, rayando la perversión, y tiró levemente de la sábana, que se deslizó con suavidad hasta el suelo. Debajo había un espejo de cuerpo entero.

Tardó unos segundos en asimilar que lo que veía era su propio reflejo, pues le resultó demasiado ajeno hasta que encontró sus propios ojos llenos de pánico sobre el espejo. Lo que tenía delante era una estatua perfecta, de plata bruñida o algún material similar, titanio había dicho el escultor. Brazos, manos, piernas, pies, torso, hasta el más mínimo detalle estaba esculpido sobre su propia piel en la postura que el escultor había buscado, tal y como él había posado, y tan sólo la cara se encontraba libre de material. Ya no había armatoste ni sujeciones, pues la propia rigidez del metal lo aprisionaba mucho más fuertemente de lo que había estado antes. Además, se sentía paralizado por el terror.

–          Tan solo queda lo más complicado: la cara –susurró el escultor muy cerca de él-. Las orejas van a estar perforadas para que puedas oír. Los orificios nasales también, para que puedas respirar. En cuanto a los ojos, se me ha ocurrido un pequeño invento para que puedas ver, se trata de un mecanismo similar al de los falsos espejos, los de las cabinas de reconocimiento policial. Así desde fuera no se te podrán ver los ojos, pero tú lo verás y oirás todo antes de morir. No vas a morir de hambre, ni de sed, ni intoxicado por el metal. Es una aleación de titanio de mi creación, y el titanio es el metal más biocompatible que se conoce, así que en sí mismo no te producirá reacción. Vas a morir asfixiado, por tu piel, que no podrá respirar. Te marearás, bajará tu temperatura corporal, y después tu corazón latirá cada vez más despacio hasta que dejará de hacerlo. Supongo que ya estarás mareado, pero tranquilo, la sustancia que te he adherido a la piel bajo el titanio retrasará el proceso bastante, aún quedan horas para la exposición y no puedo permitirme el lujo de que mueras antes de empezar la misma. Además llevas en el cuerpo opiáceos suficientes como para que te duela lo mínimo posible, no soy ningún animal, aunque comprende que tienes que estar despierto. Supongo que ahora querrás hacerme la pregunta clave…

–          Cabrón.

–          Lo interpretaré como un ¿por qué? Pues porque vamos a hacer historia. En el mundo de la escultura como comunicación podemos distinguir al emisor de la comunicación, que es el escultor, o sea, yo, a los receptores de la misma, que van a ser los asistentes a la exposición, y al mensaje, que es la propia escultura, un ente pasivo, pero ¿y si lo convertimos en activo? ¿Y si le damos a la escultura capacidad de pensar, de captar las comunicaciones del emisor y los receptores? Entonces jugaríamos a tres bandas. Imagínate un libro que mirara y oyera a quien lo ha escrito y a quienes lo están leyendo, y tuviera sentimientos respecto a ellos. Tú eres ese libro. Por primera vez una estatua va a mirar a quienes la están mirando, y esta es la primera banda del juego. Además yo soy el escultor, tú la estatua y ellos los observadores, y esa es la segunda banda del juego, solo que yo se mucho más que ellos, y por último estamos tú y yo, obra y creador, la tercera banda, y ¿acaso no estamos hablando ahora mismo?

El escultor empezó a carcajearse triunfador y la estatua se sintió de repente más derrotada que nunca, y se dejó llevar por el mareo, perdiendo el deseo de continuar despierto y cayendo en la inconsciencia, que era lo que mejor le podía pasar.

Cuando el modelo despertó, hubiera deseado creer, aunque sólo fuera por un momento, que todo había sido una pesadilla, pero seguía siendo la estatua.

Pronto sus oídos se acostumbraron al sonido monocorde, casi un zumbido y empezó a distinguir algunas palabras más que frases, de diferentes voces. Trató de abrir los ojos, pero los tenía pegados. Más por inercia que por esperanza real intentó moverse, pero la tentativa fue totalmente en vano. Volvió a mover los ojos y en esta ocasión logró despegar los párpados. Tenía algún tipo de lente oscura muy cercana a los ojos, a pesar de la cual logró distinguir formas que se fueron transformando en figuras. Automáticamente gritó, pero ningún sonido salió de su boca y un respingo le recorrió todo el cuerpo, aumentando el mareo que ya sufría. Logró permanecer despierto y observar. Estaba en una galería bien iluminada y gente bien vestida, con copas de vino en la mano caminaba lentamente a su alrededor y se paraba a mirarlo detenidamente, charlando unos con otros entre sorbo y sorbo, afirmando con la cabeza, señalando alguna parte de su anatomía de titanio. La respiración empezaba a faltarle. Los agujeritos que había taladrados en sus orificios nasales eran a toda luz insuficientes. Sin embargo empezó a oír mejor. Había música clásica de fondo. Una sinfonía que se le antojaba tan lastimera y patética como él mismo. También distinguió algunas conversaciones sobre trivialidades. Él estaba muriéndose y al lado estaban hablando de arte, o de vinos, o de titanio. Escuchó esta última conversación. Uno de los interlocutores era el escultor, el resto admiraban su trabajo y le preguntaban por la técnica de escultura, con pocas respuestas específicas. El grupo se puso al alcance de su vista y el viejo se acercó aún más, lo miró fijamente y sonrió. No le quedaba aire en el cuerpo. Se iba a desvanecer de un momento a otro.

–          Observen como les devuelve la mirada –dijo el escultor a escasos centímetros de su cabeza.

Entonces se apartó y vio como todos y cada uno de los miembros del grupo del escultor lo miraban a los ojos, sin decir nada.

Se le entornaron los párpados de puro agotamiento. Sólo escuchaba la sinfonía, muy de fondo, acabando, despacio. Un corazón que late con cada acorde, cada vez con más pausa entre acordes, hasta que finalmente no se escucha nada.

***

Pedro López Manzano (Murcia, 1977). Ingeniero en informática por la Universidad de Murcia, guionista, montador y director en una pequeña productora audiovisual. Colabora en la actualidad con diversas webs, revistas, fancines y e-zines con relatos y artículos, si bien desarrolla la mayoría de su actividad creativa en su blog Cree lo que quieras.

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