Al pensar en Franz Kafka quizá muy pocos de nosotros pensemos al mismo tiempo en las tradiciones espirituales de Oriente. Las primeras asociaciones son sin duda con el sufrimiento, el castigo, su relación con el judaísmo, la enfermedad y, en suma, una vida y una obra pesarosas, oscuras –y sin embargo, con un notorio deseo de libertad.

Con todo, el escritor checo tuvo en cierto momento de su vida un marcado interés por esos territorios del pensamiento, específicamente el taoísmo y las enseñanzas sobrevivientes de Lao Tsé. Entre otras fuentes, esto se sabe por las pláticas que Kafka sostuvo con Gustav Janouch, un joven de entonces 17 años, hijo de un compañero de trabajo, con quien el escritor tuvo el hábito de caminar durante los últimos 4 años de su vida. Cuando se hizo adulto, Janouch transcribió los recuerdos de estos paseos y los publicó con el título Conversaciones con Kafka.

En uno de esos encuentros, Kafka compartió con el joven Gustav su gusto por el taoísmo, en cuya sabiduría, según se percibe por la descripción de las reacciones del escritor, éste encontraba una inesperada tranquilidad. Este es Kafka hablando con su interlocutor:

La sabiduría es un asunto de captar la coherencia de las cosas y el tiempo, de descifrarse a uno mismo y penetrar nuestro propio devenir y nuestra muerte.

La verdad es siempre un abismo. Uno debe, como en una piscina, atreverse a zambullirse desde el trampolín tembloroso de la anodina vida cotidiana, y hundirse hacia las profundidades para luego emerger nuevamente, riendo y luchando por respirar, hasta la superficie ahora doblemente iluminada de las cosas.

Lo curioso, sin embargo, es que después de hacer afirmaciones tan tremebundas, Kafka “reía como un feliz excursionista veraniego”, según cuenta Janouch.

En otra caminata, Kafka le confió esto:

La realidad nunca y en ningún lugar es más accesible que en el momento inmediato de la vida propia. Es únicamente ahí donde podemos ganarla o perderla. Todo lo que tenemos garantizado es superficial, una fachada. Pero debemos atravesar esto. Sólo entonces todo se vuelve claro.

No existe un mapa hacia la verdad. Lo único que importa es entregarse a la hazaña de la dedicación absoluta. Un instructivo implicaría declararse derrotado, desconfiar y, con ello, andar por un camino falso. Uno debe aceptar todo con paciencia y sin temor. El hombre está condenado a vivir, no a morir. Una sola cosa es cierta: la insuficiencia propia. Uno debe comenzar por eso.

En ambos casos, la palabra de Kafka parece haber sido tomada por un profeta, uno de esos santones legendarios que se han retirado a los bosques a adorar a Dios y a los que un viajero extraviado encuentra, azarosa o predestinadamente, para beber de su sabiduría.

Sin embargo, al mismo tiempo se percibe que es un santo que todo se lo toma a juego. Que enseña con fervor y entusiasmo pero al mismo tiempo con nihilismo, si es que eso es posible. Un hombre incrédulo que no obstante fue el más fiero defensor de su doctrina –pero que ahora no puede más que reír de ella. La suma de los contrarios, la disolución de los extremos, la risa que todo lo libera.

¿Y no es eso el Tao?