La necesidad de ser Bukowsky

Por Cesar Alen.

El mundo se ha vuelto implacable. Aparecen los primeros síntomas de deshumanización. No me refiero al mundo como referencia de donde nos situamos, sino ese otro mundo que nos quieren imponer los mercados (verdaderos gobiernos en la sombra).

Nos infectan con teorías económicas, farisaicas y maniqueas. Nos atronan con falaces mentiras, esgrimiendo despiadados códigos de conducta. Las mismas falsas promesas de siempre elevadas a la enésima potencia. El desaforado mercantilismo que preconizaba el economista y filósofo Adam Smith en el siglo dieciocho. Con su libro La riqueza de las naciones, pone las bases del liberalismo económico. Algo que en esencia no debería ser negativo, sino más bien un acicate para la libre economía, la prosperidad y la oportunidad para todos, se ha ido convirtiendo en un monstruo que todo lo devora. Un generador de desigualdad e injusticia, de pobreza y de marginación. De hecho ya  Smith se había percatado del rumbo que tomaba el “libre mercado”. Una de las máximas de los magnates de la época era: “todo para nosotros y nada para ellos”. Algo tan terrible como increíble, tan mezquino como vergonzante. En esa frase lapidaria subyace toda una declaración de intenciones, un claro planteamiento ideológico y político. La expresión de una pérfida visión de la sociedad. De hecho, la élite económica de la época se hacían llamar así mismos los amos del mundo.

Lo único que se me ocurre para contrarrestar esta desoladora perspectiva mercantilista, este desaforado ímpetu comercial, es rescatar planteamientos vitales alternativos, diametralmente opuestos, antitéticos. En este sentido, releer a personajes como Bukowsky, cuando menos, resulta descongestionante, un verdadero alivio. El autor que utiliza el heterónimo de Henry Chinaski, se enfrenta precisamente al tipo de sociedad que acabamos de describir; cruel, despiadada, hipermercantilizada, en donde el industrialismo campa a sus anchas. Bukowsky explota su ironía con una afilada inteligencia para desafiar a toda esta caterva de empresarios explotadores, estandartes del capitalismo más recalcitrante. Exponentes de la sociedad americana en estado puro.

En su libro autobiográfico La senda del perdedor, describe con nitidez el sórdido mundo del proletariado americano, visto desde los ojos de un niño de origen alemán, prototipo de cualquier familia de inmigrantes. Sufrían los mismos males, tenían idénticos sueños de grandeza. La búsqueda de la integración a toda costa. Encontrar un lugar en el nuevo mundo. Creerse las mentiras de que todos podían llegar a ser millonarios. Mantra muy utilizado por el capitalismo, que alcanza su máxima expresión en la figura del viajante o el vendedor (comercial). Realidad que reflejó perfectamente el gran Arthur Miller en su aclamada obra de teatro La Muerte de un viajante. Jack London también se había dado cuenta de la trampa, y lo calificó de señuelo para domar a los hombres, como la zanahoria ante el asno.

Algunos de los diálogos de sus novelas son patente reflejo de su visión del mundo, de su resistencia a ser engullido por el sistema y sobre todo de su recalcitrante humor. En una ocasión, tras una larga temporada sin empleo, decide inscribirse en una oficina de empleo.

– ¿Cómo explica tanto tiempo sin trabajar?

Pregunta la emperifollada y distante funcionaria.

– Precisamente ahí está el mérito, en sobrevivir sin trabajar. Trabajando sobrevive cualquiera.

– A todo contesta con lo mismo; ocupación, ninguna. Profesión, ninguna. Sexo; ninguno.

– Ahí sí quiere puede poner varón.

Para conseguir una pensión el dueño le pregunta:

– ¿Trabaja?

– Soy escritor.

– No tiene aspecto de escritor.

– ¿Y qué aspecto tienen los escritores?

En otra ocasión hace la siguiente reflexión: “hay gente que quiere ser piloto, bombero, poli, profesor…yo…no no lo entiendo, yo no quiero hacer nada, no quiero ser nada…no lo entiendo. El pensamiento de llegar a ser alguien  no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el cuatro de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre…¿acaso los hombres nacían para soportar esas coas y luego morir?”

Bukowsky muestra múltiples paralelismos con el escritor francés Jean Genet. Los dos escriben desde la trinchera, desde el mismo lugar de los hechos. Son personajes marginales, desheredados, deshechos de la sociedad , pero con una grandiosa visión poética. Por supuesto como casi todos los escritores de Norteamérica su espectro se reduce a su propio ámbito nacional, un universo muy concreto. De lo sórdido depuraba poesía, la poesía de la miseria, el pálpito del corazón de los suburbios.  De la triste desesperación surgía la alquimia y cuando todo parecía hundirse, la escritura lo sacaba a flote, lo sublimaba, lo acercaba al olimpo de los dioses. Los escenarios de sus correrías son depauperadas pensiones.

En un sucio cuarto desplegaba sus únicas pertenencias: una libreta, su inseparable y vieja radio para escuchar música clásica, una botella de vino barato y la inspiración se ponía en marcha. Los relatos fluían por sus manos. Sobre un escuálido escritorio, representaba de manera vertiginosa el desaliento de la humanidad. Al igual que Genet disfrutaba con su tipo de vida. No renegaron ni se arrepintieron de su bajada a las profundidades. Por el contrario, esa estancia en los infiernos les sirvió como acicate para su creación. El reflejo fiel del submundo, sin demasiados adornos estilísticos, sin llamativas figuras retóricas. Una escritura sobria con una parca adjetivación, pero certera y resolutiva. Frases cortas, muchos diálogos, y el empleo de la primera persona, lo que le confiere a sus obras una buena dosis de verosimilitud.

En El hombre de los mil trabajos describe sus fallidas experiencias laborales, sus desencantos con la clase empresarial, la gran incomprensión que encontraba en todos y cada uno de los lugares en los que trabajaba. Su imperiosa necesidad de rebelarse, de expresar su incontinencia, de intentar encontrar su lugar en el mundo. Encontraba alivio en las bibliotecas públicas de Los Ángeles como la de La Ciénaga, dónde después de rechazar a la mayoría de los clásicos decimonónicos, que le parecían “sosos y pesados”,  descubrió autores que atrajeron su atención, tales como Upton Sinclair, Sinclair Lewis y su libro Calle Mayor. Pero el que más le entusiasmó fue D. H Lawrence, del que llegó a leer todos los libros.  De Lawrence pasó a Huxley, y luego a Dos Passos, Sherwood Anderson. Hemingway le pareció una auténtica gozada. Le resultaba un alivio leer sus libros.

Descubrió a los rusos como Turgueniev y Gorky: “Turgueniev era un tipo muy serio, pero podía hacerme reír porque el encontrar una verdad por vez primera puede ser muy divertido. Cuando la verdad de alguien es la misma que la tuya y parece que la está contando sólo para ti…eso es fantástico. Leer todos esos buenos párrafos mientras te sofocabas…era hechizante”.

Pero a pesar de todos los intentos nunca consiguió adaptarse al sistema. Al menos en los términos convencionales. Fue en la creación, en la escritura donde consiguió un lugar, donde consiguió la verdadera emancipación. En el fondo, muy en el fondo, tenía la firme convicción de que lo conseguiría, de que al final triunfaría. Fue, tal vez, esa convicción la que le dio las fuerzas para superar todas las adversidades, todas las humillaciones, todas las flaquezas, los sinsabores, la última desesperanza.

Porque detrás de todo eso, estaba el verdadero paraíso. Por fin, tras realizar todo tipo de trabajos como mozo de almacén, ascensorista, pegando carteles en el metro o en la oficina de correos, vio publicadas sus primeras obras, que tuvieron una gran repercusión entre la cultura suburbana y que acabó por traspasar las fronteras y universalizarse. Títulos como: Se busca una mujer, La máquina de follar, La senda del perdedor, Factotum (de corte autobiográfico). Barbet Schroeder llevó a la gran pantalla su vida en la película The burfly, protagonizada por el polémico Mike Rourke (que realizó el papel de su vida), y con un cameo del propio Bukowsky. Se llevó también al celuloide Factotum protagonizada por Matt Dillon.

2 thoughts on “La necesidad de ser Bukowsky

  • el 27 febrero, 2018 a las 3:31 pm
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    Genial articulo muy buenos recuerdos.Es una puta pena vivir esta realidad.

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  • el 27 febrero, 2018 a las 5:10 pm
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    Estoy plenamente de acuerdo con lo de reivindicar a Bukowsky.

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