“Elena sabe”, de Claudia Piñeiro, una novela negra insólita

Por Horacio Otheguy Riveira

Publicada por vez primera en 2007, entonces tercera novela de la argentina Claudia Piñeiro, se publica en España en 2019. Escritora bien conocida por otras novelas que campean por el género negro con un claro afán de escapar de toda clase de etiquetas, lo cierto es que esta Elena sabe tiene un valor muy especial porque abunda en temas poco frecuentados por el género y en general por la literatura más densa, tenebrosa, sin otra ráfaga de humor un tanto cínico que ayude a la protagonista a subsistir en un empeño descomunal de mujer sola que no ha llegado a los 70 pero se encuentra atormentada “por esta puta enfermedad puta del Parkinson”. No cualquier Parkinson, pues varían bastante los síntomas y las reacciones a lo largo del tiempo. Ella, por ejemplo, no tiene los característicos temblores, pero depende de cuatro pastillas diarias para ponerse en pie y moverse.

Parálisis y movimientos con dolor, además de tener la cabeza inclinada, sin poder levantarla del todo, forman parte de una energía sobrecogedora. Página a página seguimos su recorrido por la ciudad, empeñada en descubrir la verdad que esconde el presunto suicidio de su hija, a quien unos chavales descubrieron ahorcada en el campanario de la iglesia.

La autora no se ha extendido sobre este trabajo, habló lo justo y esencial: «Más allá de la investigación, mi madre tenía esa enfermedad, por eso conozco cosas que no están descritas en libros científicos». Y quizás por eso mismo la alianza con la protagonista resulta tan sólida. El libro está dedicado a su madre. La relación madre e hija que se establece en la novela es tortuosa, sin una sola página de armonía a través del recuerdo de quien está viva, obsesionada por convertirse en el detective que las fuerzas del orden le niegan por tratarse de «un caso cerrado». Solitaria y doliente, tiene una certeza que le sirve de escudo:  Nadie prestó atención a la lluvia de aquella tarde más que Elena. La memoria de los detalles, Elena sabe, es sólo para gente valiente, y ser cobarde o valiente no puede elegirse.

La morosidad de ese cuerpo tan torpe es fielmente acompañada por una escritura pegada al ritmo de la mujer prematuramente anciana. Una compañía muy fértil creativamente: la voz que narra evita la caída en picado en el abismo de la angustia, más bien mantiene una distancia prolija que hace que el lector quiera saber tanto o más que Elena, y cuando esta entra en territorios muy densos también se la acompaña con emoción, ya que se ha creado un lazo muy familiar: vemos en ella a nuestra madre o a nosotros mismos en la imaginaria dimensión de quien se apresta a descubrir el mundo montado en las manos que han tecleado esta historia. Una historia que se desarrolla en 200 páginas y que empieza así:

Se trata de levantar el pie derecho, apenas unos centímetros del suelo, moverlo en el aire hacia delante, tanto como para que sobrepase al pie izquierdo, y a esa distancia, la que sea, mucha o poca, hacerlo bajar. Apenas de eso se trata, piensa Elena. Pero ella piensa, y aunque su cerebro ordena movimiento, el pie derecho no se mueve. No se eleva. No avanza en el aire. No vuelve a bajar. No se mueve, no se eleva, no avanza en el aire, no vuelve a bajar. Eso apenas. Pero no lo hace. Entonces Elena se sienta y espera. En la cocina de su casa. Tiene que tomar el tren que sale para la Capital a las diez de la mañana; el siguiente, el de las once, ya no le sirve porque la pastilla la tomó a las nueve, entonces piensa, y sabe, que tiene que tomar el de las diez, poco después de que la medicación logre que su cuerpo cumpla con la orden de su cerebro. Pronto. El de las once no, porque entonces el efecto de la medicación habrá declinado hasta desaparecer y ella estará igual que ahora, pero sin esperanza de que la levodopa actúe. Levodopa se llama eso que tiene que circular por su cuerpo, una vez disuelta la pastilla; conoce el nombre desde hace un tiempo. Levodopa. Así le dijeron, y ella misma lo anotó en un papel porque sabía que no iba a entender la letra del médico. Que la levodopa circule por su cuerpo, sabe. Eso es lo que espera sentada en la cocina de su casa. Esperar es todo lo que puede hacer por el momento. Cuenta calles en el aire. Recita nombres de calles de memoria. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Lupo, Moreno, 25 de Mayo, Mitre, Roca. Roca, Mitre, 25 de Mayo, Moreno. Lupo. Levodopa. Sólo la separan cinco cuadras de la estación, no es tanto, piensa, y recita, y sigue esperando…

Pronto la acción se encarrila creando una atmósfera de misterio sugerente. No sabemos a quién va a ver ni cómo lo hará ni lo que se propone, y cuando todo se aclara, la sorpresa es impactante como la resolución de todo su trayecto.

Preferible no saber, decía Rita. cuando empezó a trabajar en el colegio parroquial a los diecisiete años, unas semanas después de la muerte de su padre y porque el Padre Juan intercedió ante la Junta Cooperadora para que, a pesar de su edad, le dieran la vacante que dejaba el difunto, Rita aprendió a inventar excusas de distinto tipo cada vez que un día de lluvia la mandaban a hacer algún trámite a la parroquia. Trabajos impostergables, dolores de estómago o de cabeza, hasta falsos desmayos. Lo que fuera con tal de no acercarse a esa cruz un día de lluvia. Así fue siempre. Y Elena cree, y sabe, que eso no pudo haber cambiado repentinamente ni siquiera el día de su muerte. Aunque nadie la escuche, aunque a nadie le importe. Si su hija apareció en la iglesia un día de lluvia fue porque alguien la llevó hasta allí a la rastra, viva o muerta. Alguien o algo, le contestó el inspector Avellaneda, el policía que le asignaron en la comisaría para que siguiera el caso, ¿por qué dice algo?, inspector, ¿algo qué?, no, no sé, digo, contestó Avellaneda, si no sabe ni diga, lo retó ella.

Abundante producción

Cuatro obras muy notables.  Tuya, vibrante policiaco a raíz de un adulterio en Buenos Aires. Las viudas de los jueves, que transcurre en un Club de Campo —para muchos un Country—, urbanización aislada de la vida de la ciudad —película en 2009—, Betibú, una novela negra en ambiente periodístico con bastantes dosis de humor —película en 2014—, y la novela autobiográfica Un comunista en calzoncillos (mi padre que solía pasearse así por la casa sin importarle la presencia de sus hijas). Su última novela también se ha llevado al cine: Las grietas de Jara, 2018, una novela extraña en su trayectoria, muy floja en el desarrollo pero con un espléndido comienzo y un final encomiable.

Claudia Piñeiro (Burzaco, Argentina, 1960) es también dramaturga, guionista de televisión y colaboradora en diferentes medios de prensa, y ha obtenido varios premios nacionales e internacionales por su obra literaria, teatral y periodística.

En el mes de enero de 2018 fue galardonada en Barcelona en la XIV edición del Premio Pepe Carvalho de novela negra, homenaje al gran personaje creado por Vázquez Montalbán. Galardón por toda su obra hasta la fecha. Entonces se dijo: «Piñeiro es un referente ético y literario para las letras de su país y fuera de él, allá donde llegan sus traducciones, conferencias, artículos o charlas. Desde su primera novela ha sido, añade, una buena y refrescante noticia para los lectores del género negro y su literatura disfruta de un talento innato a la hora de explicar historias con la dosis adecuada de suspense».

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Muy interesante la entrevista de Alberto Gordo en El Cultural del diario El Mundo en 2015, con motivo de otra de sus estupendas novelas: Una suerte pequeña.

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Otra novela muy recomendable

En el seno de una familia de rancio catolicismo, una historia de mujeres empeñadas en ser ellas mismas con su personalidad estoica, amarga o libertaria. Un mundo de mujeres, como es habitual en la literatura de Claudia Piñeiro, que esta vez se topa con el brutal asesinato de una chica de 17 años. En torno a este hecho, la vida de todos girará dramáticamente, pero también con una mirada esperanzada en el corazón de quienes son capaces de buscar su propia catedral, al margen de las imposiciones sociales con su inmensa mole de complicidades políticas.

No hay religión sana, y la católica está especialmente aggiornata de implacable hipocresía. Mientras se desglosa con diáfano énfasis lo peor de esta Institución de la Iglesia de Roma, la novela procura encontrar, y lo consigue, respuestas para un crimen espantoso, marca indeleble de sangrientos acontecimientos contra indefensas muchachas, pero en el camino encuentra mucho más con personajes muy interesantes y en algún caso apasionantes.

Para no desvelar más sobre un argumento que necesita en todo momento de la complicidad de sus lectores, solo añadir que tras la grandeza de Elena sabe, Catedrales es también una novela muy recomendable que hereda de aquella otro perfil neurológico en un joven personaje femenino que padece «amnesia anterógrada», que le impide recordar lo inmediato, aunque sí puede hacerlo en tramos muy lejanos, lo que le crea una tensión dramática solo soportable si registra por escrito lo que vive en el momento.

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