Aldecoa

Por Carlos Frühbeck Moreno.

¿Qué significa un libro que tiene las esquinas superiores de la mitad de sus páginas dobladas? La primera acepción que viene en el diccionario es Ignacio Aldecoa en la edición de bolsillo de Cátedra, las tapas negras llenas de largas cicatrices. Nunca he respetado mis libros. Leer significa destruir. Búscalo también en el diccionario. En los márgenes de esas páginas escribí con boli azul cosas como fantástico o maravilloso o increíble. No hay ni una sola línea subrayada. Como si fuera imposible que uno no se diera cuenta por si mismo de la maravilla que había allí.

De Aldecoa recuerdo que tenía veintitrés años y que había decidido pasar mis últimos meses en Granada encerrado en un apartamento que pagaban mis padres. Encerrado en el cuarto piso de un número que no recuerdo de la Calle Emperatriz Eugenia. Todavía no había empezado a fumar pero recuerdo aquella habitación como llena de humo. Todo era borroso. Por eso lo recuerdo bien: una columna salomónica que sostenía un santo anónimo al lado de la tele; un espejo torpemente barroco que se reía de mí desde su pared, una estantería en la que se mezclaban las encuadernaciones de cuero de media Biblioteca de Autores Cristianos con mis manuales fotocopiados de la facultad.

También leía a Fonollosa, también escribía poesía porque me creía poeta y también escribía prosa que yo decía que era buena poesía porque había pocos adjetivos y las silabas estaban contadas, que es gran maestría.

De Aldecoa recuerdo una prosa que encendía pitillos en los portales andrajosos de una ciudad vacía y un joven, ya no sé si era yo, si yo era la ciudad vacía, que dormía desnudo sobre la cama deshecha, el ventilador siempre encendido sobre una ciudad vacía después de una bomba atómica. Granada a partir de mediados de Mayo se me volvió irrespirable. Sin ninguna causa lógica, yo era irrespirable. Cambiar de lugar, como los segadores. Al otro lado de la pared sonaba de forma obsesiva una discusión de pareja. Cuando me fui sonaba de forma obsesiva A whiter shade of pale de los Procol Harum.

Recuerdo que leía con desorden y que intenté olvidar con método. De aquellos meses me llevé una traducción en prosa de La Divina Comedia, no sé si la casera se dio cuenta alguna vez de mi robo. La tengo en la estantería que está a mi espalda, a tres mil kilómetros por carretera de aquella habitación. También me quedaron unos poemas de Borges leídos con los labios, con miedo; unas pocas sombras de Aldecoa. Recuerdas sombras. ¿Estás seguro de que recuerdas bien? Personajes que hablan de fútbol, juegan a las quinielas y pasan hambre; también un diálogo entre toreros, el significado que tiene vestirse de luces en una sacristía y un boxeador que sale en todas las antologías. No sé quién era, no me acuerdo de nada más del cuento, sólo que era como mirarse en el espejo barroco.  Historias con los brazos nervudos. La tinta que se volvió cal y acabó en los huesos. Los mejores libros pierden sus tramas y se acaban transformando en sensaciones. Por eso, el resto de las esquinas dobladas son un enigma que no he querido resolver para escribir esta columna. Porque aquellos meses fueron la sala de espera de una huida y desde entonces no volví a leer a Aldecoa, ni ese conjuro de Fervor de Buenos Aires que sirve para que amanezca cuando lo susurras. Sé que hubo más habitaciones cerradas, que escapé dejando las puertas de los armarios abiertas pero, desde entonces, no volví a doblar las esquinas de las páginas de los libros de cuentos. No sabía entonces que me pasaría la vida escribiendo sobre aquello.

2 thoughts on “Aldecoa

  • el 2 junio, 2010 a las 1:12 pm
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    Me ha encantado tu texto, con su tono de tiempo pasado.
    «Los mejores libros pierden su trama y se acaban transformando en sensaciones», siempre me ocurrió esto y me daba cierta culpabilidad no recordar esas tramas. ¡Me acabas de liberar!

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  • el 9 junio, 2010 a las 9:43 am
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    Gracias por tu comentario, Elena. Y de culpable nada. Hablar de literatura es mucho más que aprenderse argumentos de memoria.

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