Las crónicas negras I

Por Rubén Sánchez / Gijón – Fotografías de Pablo Álvarez.

Llegamos a la Semana Negra, es decir, a Gijón, alrededor de las cuatro de la tarde. Me refiero a Pablo Álvarez -el fotógrafo- y quien esto firma. La fiesta de la literatura de género en España –lo de fiesta es literal- hace cuatro días que arrancó, y hasta la playa, que tiene un aspecto  ciertamente lovecraftiano, nos los reprocha. Supongo que es una sensación familiar para muchos: llegar en mitad de una fiesta y sentirse un intruso en los primeros instantes. Particularmente si uno no conoce la casa. Las posibilidades de abrir una puerta y encontrarse un dormitorio en vez de un baño son considerables. En consecuencia, uno tiene todas las papeletas para hacer el ridículo y sólo queda esperar que nadie lo advierta. Algo de esto nos sucede a Pablo y a mí, cuando nada más poner un pie en el hotel nos encontramos con que somos incapaces de abrir la puerta de nuestra habitación con nuestras respectivas tarjetas. La solución tiene menos de novela gótica de lo que parece: tal y como nos explican en recepción, las tarjetas se introducen en las cerraduras al revés de cómo suele ser habitual. Un defecto de fábrica, desde luego, pero Pablo y yo miramos sobre nuestros hombros para asegurarnos de que Fernando Marías o Carlos Salem no nos hayan visto meter la pata. Es también una premonición: nada en la Semana Negra es lo que parece, nada hasta el próximo sábado debería regirse por las reglas que sabemos.

Que el primero acto al que asistimos sea la presentación de un libro que parece casi una película de la Hammer nunca hecha, es también significativo. El sueño de Orfeo, se llama. Deberían conocerlo, hace meses que circula por las librerías. Javier Márquez, su autor, es joven, parece joven, y lo que es más importante, actúa como tal. Esto es de valorar en un ámbito –el literario- donde tantas jóvenes promesas adoptan veinticuatro horas al día la pose de señor-mayor-de-vuelta-de-todo. Ya saben: me ha pateado hasta el último bar de esta infausta ciudad que nos devora, me he bebido hasta la última gota de whisky que la noche puso en mis labios, y otras truculencias existenciales para antes de los cuarenta. Otro punto a valorar: ha escrito la novela que ha querido. Esto solemos jurarlo todos los escritores, pero, seamos honestos, resulta evidente cuando se dice de corazón. “Es el guión que me hubiera gustado llevarle a Terence Fisher o a Michael Carrere”, confiesa Javier. Miguel Cane, que no para quieto detrás del micrófono, apunta con maliciosa inteligencia: “El autor es primerizo y todavía tiene esa dulce inocencia”.

Si es primerizo debe costarle digerir, como a mí, la mecánica de esta semana, que es negra, sí, pero también tiene el color rosa del algodón de azúcar, el marrón de los ositos de peluche que algunos pocos afortunados consiguen en las casetas para sus chicas, el azul de la noria. Son sólo los primeros instantes. Algunas horas aquí y uno se acostumbra a la idea de charlar con José Luis Muñoz bocata de panceta en mano –no es así exactamente, pero ya me entienden-. Les pondré un ejemplo más afortunado. Presentación de Las largas sombras, de Elia Barceló, a cargo de Paco Ignacio Taibo II. La charla discurre por terrenos nostálgicos, con cierta gracia no exenta de verdad –Elia ha hecho suya la máxima ‘escribe sobre aquello que conoces’, recurriendo al Alicante de la transición y a la adolescencia, la suya, me temo, como motor de la trama-, cuando, en un momento especialmente intenso, veo la imagen de una gigantesca atracción –la V, creo que se llama- elevarse vertiginosa unos metros más allá de Pablo, a su derecha. Y me digo que esto debe ser así, al fin y al cabo, que libros y chocolate con churros conviven, quizás, de una forma menos mundana de lo que parece. Por lo menos en este rincón del norte.         

Pero ni siquiera esta lúdica aparición desvía la atención de lo que Elia está contando, porque Elia, además de uno de los pilares básicos en los que se asienta la novela de género de este país desde hace muchos años, es de esas personas que parecen mirar a los ojos del lector, cuando escribe y cuando habla. Las largas sombras, que no he leído, parece un libro honesto, escrito desde la alegría de la experiencia. “En todas mis novelas hay un pedazo de mí, pero en esta hay un pedazo de nosotros, de lo que fuimos, que no está tan mal, pero no es lo que soñamos”, asegura. Yo me lo creo. Además, no ha necesitado más armas que la propia fuerza del material para defender su trabajo. Hay dos clases de libros, creo yo: los que se explican y los que urge explicar. El de Elia aparenta ser de los primeros. Alicante. Años setenta. Una pandilla de adolescentes que empiezan a abrirse a la vida y un acto abominable que las marcará para siempre. El resto de la charla discurre por los senderos del otro género. La consabida guerra de sexos que, como apunta la autora, nunca fue tal. Pablo reconoce que el libro de Elia le interesa, entre otras razones, por lo certeramente que explora el universo femenino. “Que yo ya llevo sesenta años conociendo el masculino”, se queja.

Hay mucho de femenino y de adolescencia en la última presentación a la que asisto. Sangre joven, de Javier Sinay, con la que Carlos Salem se despacha a gusto, recreándose en un punto de partida que se sobra y se basta: el asesinato de un adolescente argentino en la pista de una discoteca, perpetrado por otro muchacho y motivado por una femme fatale de diecisiete años. Periodismo hecho novela, explica Javier, en el que el proceso de construcción importa tanto o más que lo que cuenta: los más famosos crímenes cometidos por adolescentes en la Argentina contemporánea. “Los crímenes hablan de su generación”, concluye. Es el aliento de un texto nominado al prestigioso premio Rodolfo Walsh a la mejor obra de no ficción policíaca. Quedan pocas cosas prestigiosas en este mundo, aprovechémoslas.

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